Este libro está dirigido fundamentalmente a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes. Es un homenaje también a los prisioneros asesinados en Curajaya. El agradecimiento a quienes, al riesgo de sus vidas, le dieron protección y abrigo a los heridos de la emboscada de Pino 3 y supervivientes de Curajaya. El agradecimiento a Arys Galdo Céspedes, por las sugerencias.




© Lázaro David Najarro Pujol

Prólogo

En Emboscada, Lázaro David Najarro Pujol nos da el anticipo de lo que sería este libro que hoy tenemos en nuestras manos. En su anterior testimonio nos narra todo lo ocurrido en la emboscada de Pino 3 y la masacre de La Caobita, donde murieron 33 combatientes de la Columna invasora Cándido González Morales el 27 septiembre de 1958.
Entre los testimoniantes se encuentra el hoy coronel (retirado) René Vallina Mendoza, sobreviviente de aquel episodio de la lucha insurreccional, quien es el protagonista de Tiro de gracia, la nueva obra de Najarro, que complementa el libro anterior. Aquel era la presentación, el homenaje póstumo de aquellos combatientes rebeldes caídos en desigual combate, con los datos mínimos de sus vidas, su lucha, haciendo buenas las palabras del Comandante en Jefe Fidel Castro de que: “Mis compañeros, además, no están ni olvidados ni muertos; viven hoy más que nunca y sus matadores han de ver aterrorizados cómo surge de sus cadáveres heroicos el espectro victorioso de sus ideas (...)” [1]En aquel libro todos, aún los más humildes, quedan reconocidos y sin dudas venerados por el pueblo. En la obra que hoy nos ocupa se narra, en primera persona, lo ocurrido a René Vallina Mendoza y sus tres compañeros en la noche del 8 de octubre de 1958, cuando son fusilados inmisericordemente por crueles soldados batistianos. ¿Fusilados? Sí, fusilados e incluso dándoles el tiro de gracia.
Lo que ocurrió en aquellos graves momentos y en las horas y días siguientes, así como en los anteriores que median entre la ya célebre emboscada y masacre, sólo podemos saberlo por las palabras de René Vallina, recogidas por Lázaro David Najarro Pujol, quien ha dado a las mismas el tono literario necesario, mínimo, pero que refuerza el realismo de la trágica situación, uno de los más dolorosos episodios de la lucha insurreccional en la provincia de Camagüey.
Tiro de gracia fue llevada a la radio, en adaptación del propio autor, transmitida por la emisora Cadena Agramonte, en 1999, como serie dramatizada—testimonial. Su realización obtuvo el Gran Premio de la Radio, en géneros informativos, en el año 2000. Najarro es un periodista que ha logrado una amplia superación, producto de su voluntad y sus estudios en el transcurso de las dos últimas décadas.
Esta obra, por el tema que trata, por la veracidad de sus situaciones, por ser el reflejo fiel de una cruel etapa de la felizmente derrotada tiranía de Batista, por la fuerza de su personaje protagónico, bien podría ser una novela histórica; pero al menos, en la forma presentada, como un real testimonio de alguien que por suerte aún está aquí, junto a nosotros, sin duda logrará conmover y al mismo tiempo hacer meditar a los lectores, a los que vivimos aquella época ya superada y a los más jóvenes, que pueden así, con libros como Emboscada y Tiro de gracia, conocer lo que para muchos pueda ser sólo una leyenda: La emboscada de Pino 3, la masacre de La Caobita y el crimen de Curajaya.

Rómulo Loredo Alonso.

[1] Castro Ruiz, Fidel: La Historia me absolverá. p. 79. Comisión de Orientación Revolucionaria. La Habana. 1973. Todas las notas, salvo indicación contraria, son del autor.

Preámbulo

Tras la derrota del Ejército de la tiranía en el contexto de la ofensiva de verano en la Sierra Maestra, los grupos guerrilleros que operaban en el norte y el sur de la provincia de Camagüey avanzaron hacia la región oriental, con el fin de incorporarse a la invasión.
La batalla del Jigüe se inició el 11 de julio de 1958 y culminó el 22 del propio mes con la rotunda victoria rebelde. Dos meses después el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz constituyó la columna número 11 Cándido González Morales. Esta fuerza se nutrió de 62 combatientes procedentes del pelotón de refuerzo de la columna 1 José Martí y revolucionarios que se fueron incorporando en curso de la ofensiva en las montañas.
En Santo Domingo, Fidel conversó con los combatientes, orientó crear un frente en Camagüey y explicó cuál debía ser la conducta a seguir durante la marcha y en la provincia, qué debía hacer cada uno de los combatientes si se perdía de la tropa.
Miró a Braudilio Álvarez Zorzano y le preguntó:
—¿Qué tú haces si te pierdes?.
—Venir pa' la Sierra, Comandante.
—¿Y qué haces con el fusil?.
—Traerlo conmigo, Comandante.
—Eso es lo que hay que hacer, regresar a la Sierra y traer el fusil.
La tropa estaba muy atenta a las orientaciones de Fidel, quien también realizó una explicación de cómo orientarse en caso de pérdida; por donde salía el sol, por dónde se ponía y a qué distancia se observaban las montañas de la Sierra Maestra.
Fidel Castro designó a Jaime Vega Saturnino como Jefe de la columna, y a Pablo Roberto León González lo nombraron el segundo al mando. El 8 de septiembre de 1958, en las Vegas de Jibacoa iniciaron el descenso.
Iban en una fila india, a cinco metros de separación un combatiente del otro. El compañero que iba en un lugar tenía que saber la posición donde iba el de adelante y el que venía atrás y cuáles eran sus nombres.
Si faltaba el combatiente que estaba alante o atrás rápidamente tenía que avisar.
De distintas partes del país se fueron sumando, al Ejército Rebelde, cientos de revolucionarios.
Los grupos de guerrilleros de Camagüey se reunieron en Corojito de Vialla: el de José Botello Ávila y el de Roberto Cruz Zamora.
Habían cursado la orden de que ambas fuerza se incorporan a la columna 11 para participar en la ofensiva.
René Vallina Mendoza formaba parte de los grupos rebeldes del norte de Camagüey. Se inició en el Movimiento 26 de Julio en el año 1955 en el batey de Vertientes. Él y su tío Francisco Mendoza Sosa trabajaron en dicha zona en la recaudación de fondos y posteriormente organizaron una célula de acción y sabotaje. En una misión detuvieron a uno de los integrantes de la célula. Lo obligaron a hablar. Habló y cayeron presos cinco revolucionarios.
Ante la persecución de los agentes del Servicio de Inteligencia Militar, René Vallina Mendoza marchó a la ciudad de Cienfuegos y participó en la formación de un grupo de acción y sabotaje en una zona campesina. Fue protagonista del levantamiento popular del 5 de septiembre de 1957 en Cienfuegos. Continúan alzados hasta la Huelga del 9 de Abril. Ante el hostigamiento de los esbirros de la dictadura regresa a Camagüey. El 12 de agosto de 1958 se incorporó al grupo de José Botello Ávila en la Sierra de Cubitas. Al concluir la ofensiva de verano, con la derrota del Ejército de la tiranía, las guerrillas reciben la orden de marcha hacia la Sierra Maestra.
En una arrocera cerca de El Cauto —en unión de su tío Francisco Mendoza Sosa y su primo Jorge Mendoza Alfonso— René Vallina se incorpora a la columna 11 Cándido González Morales, cuyo objetivo fundamental era crear un frente en la provincia de Camagüey. Este es el preámbulo de una historia que será narrada por uno de sus principales protagonistas.

La columna

Con muchas dificultades nuestra tropa avanza. Acampamos en Las 1009; escucho un disparo. “¿Qué sucederá?” Observo a Juan Bruno Zamora Rodríguez, muy pálido. En su mano sostiene, aún humeante, una pistola alemana.
Juan Bruno había rastrillado el arma y, segundos después, vino la consecuencia de su actual imprudente: un proyectil le atravesó el brazo izquierdo a Arturo Maura Mestril en el mismo instante en que este se dirigía a la comandancia rebelde.
El accidente causa conmoción en la tropa, porque se tiene que juzgar a Bruno. El propio Arturo Maura le pide al capitán José Botello Ávila que no sea tan drástico con el muchacho:
—Considero que el hecho no es tan grave como para expulsar a Brunito de la tropa, como solicita Jaime Vega Saturnino. El disparo fue casual. Eso se lo aseguro.
Se valoró la responsabilidad de Bruno. El capitán José Botello Ávila reconoce que el fenómeno constituía una negligencia, aunque defiende el derecho del combatiente de continuar en la tropa.
Proseguimos la marcha. Llegamos a Las Arenas, en Victoria de las Tunas. El Ejército nos tiene localizados. Pronto se escucha el ruido ensordecedor de los aviones. Ordenan el despliegue. En vuelos rasantes rompen fuego sobre la zona. Las hojas de los eucaliptos se desprenden mezclando su olor con el de la pólvora. Transcurre el tiempo bajo el hostigamiento.
La noche nos sorprende bajo el ametrallamiento de los B–26 que iluminan la oscuridad con las luces de las bengalas y el fuego intenso. Avanzada la noche los aparatos se retiran. Por el azar de la vida ni nosotros ni los campesinos sufrimos pérdidas humanas.
Todo se encuentra en una aparente calma. La aviación enemiga se ha retirado definitivamente. En Las Arenas se observa movimiento de rebeldes y campesinos. Abordamos varios camiones y carretas tiradas por tractores. Carretas, tractores y camiones confiscados cerca de Tunas.
—Hay que entrar a Camagüey esta misma noche. No se puede perder tiempo —orienta Jaime Vega Saturnino.
“Nos pueden tender una emboscada los guardias. No es lógico que cojamos camiones. Debemos continuar a pie con muchas precauciones”, digo para mí.
De todas formas montamos en los vehículos. Transitamos por la carretera de Jobabo. La caravana se aproxima a Jobabo. Marchamos por un camino erróneo. Estamos a menos de un kilómetro de la torre del central. Continuamos dando vueltas. Por la confusión llegamos prácticamente a 100 metros del cuartel. En la bomba de gasolina del pueblo se recibe una llamada: “¿Qué pasa por allá? ¿Qué es todo ese movimiento que se escucha en el batey? ¿Y esas luces de carros? ¿Qué coño está pasando allá?”
Allí les comunican a los soldados que se trata de unos tractoristas que van a preparar unas tierras. Claro que los empleados conocen de nuestra presencia en la zona.
Retrocedemos y continuamos la marcha al Este. Ya habíamos explorado El Níspero. Nos detenemos en Palmarito de Coyoso. Nos desviamos al sur y bordeamos el central Jobabo. Seguimos creciendo. Cerca de 160 combatientes integramos la fuerza rebelde. Ha dejado de llover. Pero los neumáticos se hunden entre la mezcla de fango y agua. Los camiones comienzan a atascarse.
—Esta mierda de camino —digo.
Algunos vehículos quedan abandonados. La mayoría de los guerrilleros vamos a pie. El 22 de septiembre nuestra columna penetra en territorio de la provincia de Camagüey.
Es de madrugada, estamos en Sitio Viejo. Preparamos una emboscada al ejército. Un camión que transporta guardias se acerca. Estamos listos para abrir fuego. “Ya lo tenemos en la mirilla. Se acercan. ¿Qué pasa? ¿Cuándo Jaime dará la orden?”. Pero el fuego no se produce al cumplirse la contraorden de no atacar. El carro pasa ante nuestras miradas. La decisión crea desconcierto.
—Si disparamos, delatamos nuestra ubicación —se justifica Jaime Vega.
Pasados algunos minutos el camión retrocede estando nuestra tropa todavía emboscada y se reitera que no disparemos.
Nuevamente abordamos varios tipos de transporte.
La vanguardia de la columna 11 explora San Miguel del Junco. Ya es 26 de septiembre. Acampamos al amanecer en San Miguel.
Un campesino alerta a los oficiales:
—Tengan mucho cuidado. En estos días se ha visto movimientos de soldado. El ejército sabe que ustedes están en la zona. Ya ellos lo saben.
Nos replegamos por grupos; unos, cerca de los bohíos de los campesinos, y otros, en el monte. El personal de la cocina sacrifica un animal para mitigar el hambre. Armamos las hamacas. Intento descansar en espera del banquete.
En el batey de Corea, una escuadra nuestra prepara una emboscada. Las manecillas del reloj indican las tres y treinta de la tarde. Los rebeldes ubican una mina de 25 libras de explosivos.
Duermo profundamente. Una detonación bastante fuerte me pone en alerta.
—Ya los guardias cayeron en nuestra emboscada —digo para mí.
La explosión de la mina levanta en peso al primer camión del ejército con todos sus ocupantes y desprende de la base el motor del vehículo para lanzarlo a varios metros del cruce. [2]
Se ha previsto que nuestro pelotón refuerce la escuadra emboscada. Empuñamos las armas y corremos hacia el norte. Escuchamos un fuego intenso. Los plomos de las balas se incrustan en la vegetación. El capitán Jaime Vega nos sale al paso.
—¡Para atrás! No continúen.
—Esto es insólito, capitán. ¿Cómo vamos a dejar sola a la gente aquella? Tenemos que apoyar —dijeron muchos.
—¡Es una orden carajo! A sus posiciones anteriores. ¡Regresen rápido para el monte!
El ejército emplaza los morteros y comienza a disparar con mayor intensidad a los montes de San Miguel. Los proyectiles caen próximos a los bohíos. Algunos rebeldes dejan la ración de comida abandonada y se refugian. Los guardias disparan con obuses para donde suponen estamos los rebeldes en los montes de San Miguel del Junco. Pepe Botello nos ordena sacar a los campesinos del batey. Los hombres, mujeres y niños corren desesperadamente. Y nosotros orientando a aquella pobre gente para que se protegiera. Nos replegamos entre la arboleda. Observo a la escuadra emboscada que viene de regreso. Todo indica que no sufre bajas. Oscurece.
El Ejército se retira, pero los combatientes rebeldes se mantienen en las posiciones en espera de la aviación. Pienso al momento: “Si salimos de aquí nos la pelan”.
En un estado de mucha tensión, la tarde del 26 de septiembre de 1958 palidece. Más de 160 combatientes de la columna invasora Cándido González Morales estamos listos para enfrentar el ataque de la aviación.
Pronto se escucha un sonido ensordecedor. Los aviones sobrevuelan los montes de San Miguel del Junco, pero sus pilotos no localizan rastro de nuestra columna. Se retiran desorientados. El tiempo pasa.
Quedo anonadado al conocer la decisión del capitán Jaime Vega. Escucho cuando ordena buscar camiones para desplazar a la columna. Roberto Cruz y otros oficiales parten en busca de camiones.
Un ciudadano llega al campamento y se dirige al capitán Jaime Vega.
—Rolando Cantero, pa’ servirle. Estoy dispuesto a ayudarlos en lo que sea necesario. Conozco la zona y los puedo guiar.
El jefe de la columna agradece el gesto de aquel hombre.
—Por el momento lo que necesitamos es gasolina para los camiones. ¿Podría ser posible?
—Claro que sí, capitán.
Rolando Cantero monta en un caballo moro e hinca las espuelas al animal. La bestia, a su paso, desprende pedazos de fango en el terraplén. El jinete se aleja.
También un grupo de rebeldes sale a cumplir una misión. De regreso cuentan lo sucedido:
Tocamos a la puerta de una vivienda en el batey de Becerra. No pasaban de las nueve de la noche.
Próximos a la casa estaban parqueados dos camiones, uno de ellos un Mércury del '56, color rojo.
El hombre [3] abrió la puerta.
—¿Qué desean ustedes?
Le pedimos el camión.
—¿El camión? —dijo extrañado.
—¿Omar, quiénes son? —preguntó la esposa.
—No te preocupes, son rebeldes.
—Debemos mover esta misma noche una tropa—dijo uno de los nuestros.
—Yo puedo ir con ustedes y manejar el camión.
—Mire, su señora está en estado. Está próxima a dar a luz. Yo soy chofer. Yo voy a llevar su camión— respondió Jacobo Cruz Espinosa después de observar a la mujer.
Es un camión casi nuevo. El hombre se notaba indeciso. Jacobo lo saca de sus meditaciones.
—Mi nombre es Jacobo. Anótelo si usted quiere.
—No, a mí no se me olvida porque mi mamá se llama Jacoba. Ya sé que no hay olvido.
—Yo voy a manejar su camión.
Le enseñó la cartera de chofer.
—No, esta bien yo confió en usted, pero cuídeme el camión, cuídeme mucho el camión. ¡Ah!. Tengan cuidado porque yo hoy vi movimiento de soldados.
Pensamos que el hombre dijo lo de los soldados por el camión y fue cuando Jacobo trató de convencerlo:
—Yo le voy a cuidar mucho su camión. Si salimos en paz, si sale todo bien, va a recibir el camión en buen estado técnico. ¡Ah!. Si escuchas tiroteos debes ir bien temprano al cuartel e informar que su camión nos lo llevamos a la fuerza para que usted no tenga problemas con el ejército.
El hombre nos reiteró:
—Tengan mucho cuidado, porque realmente hoy vi guardias.
Hablamos con el propietario del otro camión, es el hermano de Omar y luego compramos el combustible allí en Becerra.
Esa es la historia que me cuentan, mientras esperamos la decisión del jefe.
Jaime Vega está decidido avanzar en camiones y no a pie.
José Botello discute con Jaime porque cree que no es prudente utilizar camiones en esta zona. Escucho que el primero le explica:
—No se debe salir en camiones, Jaime. El ejército sabe que estamos aquí. Eso es una locura. Hay que esperar la noche y salir a pie.
Mientras Pepe y Jaime discuten, llegan dos mensajeros de Santa Cruz del Sur. Uno de ellos entrega una nota al jefe de la columna.
Me limito solo a escuchar las discusiones. Leo el documento que confirma el presentimiento del grueso de los oficiales: “Tengan cuidado, el ejército prepara una emboscada”.
Son poco más de las diez de la noche. Iniciamos el recorrido a pie a través del monte, por pésimas veredas. Ha llovido mucho.
El camino está difícil es un mégano de agua. Hay mucho fango. Una parte es monte... otra, potrero y, el mismo marabú repetido. Algunos combatientes están enfermos. Muchos no calzan zapatos. Se agotan.
A Alfredo Rodríguez Velásquez, Fellín, y a mí nos conocen como las ambulancias. Somos jóvenes, fuertes y con buen entrenamiento. Tenemos la responsabilidad de ayudar o cargar a los más enfermos.
Ayudo a Horacio Cobiella Domínguez que realiza demasiados esfuerzos físicos y comienza a desfallecer. Llegamos hasta Pino 4, donde están los carros parqueados.
Marciano Ross Castro y su gente llegan últimos a donde están los camiones. Abordan un camión Dodge que casi no frena y se le pide al chofer que ponga el vehículo al frente de la caravana.

[2] El chofer que condujo el camión de los guardias hasta el cruce se trataba de pedro Plaza Fernández, un joven carnicero que la noche anterior había traslado a los rebeldes hasta San Miguel del Junco, pero de rgreso al central Francisco fue sorprendido por el ejército. Rojas conocía de la existencia de la mina. Se inmoló por la Revolución.

[3] El hombre que entregó el camión es Omar Martín Proenza.

Presentimientos

Es media noche. La tropa espera la orden para montar en los camiones. Cobiellita esta tirado en el suelo, no puede resistir más. Había caminado desde San Miguel del Junco hasta Pino 4 por unos pantanales enormes. Me echo encima al muchacho y lo llevo hasta el camión. Se comenta el peligro de ir en los camiones por la posibilidad de caer en una emboscada. Dejo a Cobiellita encima de la cama del camión y me dice:
—Bueno, chico, ante la alternativa de caer en una emboscada, yo prefiero continuar en carro y no a pie, porque ya no puedo caminar. A mí, si me matan ahora voy a morir contento. Yo no doy más, pero tampoco me voy a quedar.
La gente del Movimiento 26 de Julio advierte una vez más a Jaime Vega [4].
—Capitán, nosotros hoy comprobamos que hay tropas enemigas emboscadas. Salir en ese rumbo que usted propone es muy peligroso. Debe sacar a la tropa de campo de caña en campo de caña y de monte en monte. No debe salir en carros.
Botello y Jaime discuten. El práctico le dice una vez más al Jefe de la tropa:
—Mire capitán, ¿usted ve allá, en la penumbra aquella? Pues bien, allá están las lomas de Najasa. Yo les garantizo llevarlos hasta las lomas. Ahí podemos estar el tiempo que haga falta o hasta que el ejército levante las emboscadas.
—No, qué va. Eso es mucha pérdida de tiempo. Yo tengo que llegar a Ciego. Voy a tomar el cuartel de Ciego de Ávila y a celebrar mi cumpleaños en una dulcería que está frente a mi farmacia. No podemos estar perdiendo el tiempo.
—“No siempre el camino más corto es el más rápido.”
—¿Qué? —pregunta Jaime, mirando sin mirar.
—No, nada, es un refrán de la sabiduría popular —dice uno de los mensajeros.
Hasta ese instante yo me desempeñaba como chofer de Jaime. Me abstuve a dar opiniones. En medio de aquella discrepancia reflexiono: “Jaime es un hombre valiente, que peleó en la guerra de Corea —aunque del lado de los americanos— pero es muy caprichoso y piensa que se las sabe todas. Está en un error. Tiene una personalidad muy contradictoria. Nos va a embarcar a todos”. Entonces le digo a Botello:
—Mire, Pepe, yo no le voy a manejar más a Jaime. Búsquese a otro. Yo me voy para mi camión con mi tío y mi primo.
—No René, pierda cuidado. No va a pasar nada.
—De todas formas, yo me voy con mi gente.
Pepe recoge las llaves y se las echa en el bolsillo del pantalón.
Unos minutos después de entregarle las llaves al capitán, los dos oficiales discuten acalorados.
—Ven acá, Pepe. ¿Tú no estarás apendejado? Si tu tienes miedo, regresa a la Sierra.
—Muy bien dice el refrán que evitar peligro no es cobardía. Usted es un comemierda. Yo tengo los cojones mejor puestos que usted. Si tiene cojones monte delante conmigo y vamos de guía. Yo voy a manejar el auto.
No discuten más. Botello deposita a su lado una ametralladora Thompson. Controla el timón. Es un chevrolet del 54, azul con techo color hueso. Delante también se sientan Jaime Vega y el guía; detrás están Roberto Cruz, Roberto León González y José López Legón. Los vehículos están con los motores en marcha cerca del bar-prostíbulo Cocosolo. Mientras la gente se acomoda en los camiones se producen algunos comentarios.
—Hay que estar a la viva y listo para, en cualquier situación, lanzarnos de los camiones.
Cada rebelde había recibido dos latas de leche condensada para la reserva. Francisco Mendoza bromea conmigo:
—Mire, sobrino, me voy a tomar las dos latas de leche condensada que me dieron para la reserva, porque para que se las tomen los guardias, me las tomo yo.
—No, chico, no va a pasar nada. No te las tomes, guarda las latas de leche porque después, te van a hacer falta.
—Qué va, no esperaré más.
Varios combatientes secundaron a Francisco. Alguien pregunta:
—¿Qué horas es?
—Las tres menos veinte —responde un combatiente.
El chevrolet, se pone en marcha. Detrás, los cuatro camiones. Avanzamos por el pésimo terraplén; a prudencial distancia va un carro del otro.
Es 27 de septiembre. Llegamos a Pino 3. la luna está clara. Parece de día. Cruzamos la vía férrea y un puente en mal estado e incómodo. Por debajo corre el agua procedente de un canal magistral. El primer camión se detiene... después, el segundo... el tercero... el cuarto. Quedan escasos metros entre camiones.
La mayoría de los combatientes de la columna presiente el peligro, yo también. Esperan las orientaciones del guía. En ese instante se escucha un disparo de fusil. Observo la llamarada muy cerca de mí. Un breve silencio. Una descarga cerrada de ametralladoras cayó sobre nuestros camiones.
—¡Panchito, a tierra, rápido! ¡Caímos en una emboscada!
Un jinete pasa por el lado izquierdo de los camiones y grita encima del caballo moro:
—¡Fuego a la lata! ¡Fuego a la lata!...
Escucho el silbido de las balas cuando pasan por encima de mí. Los guardias están emboscados a ocho metros de nosotros. Me rodea una capa de humo producido por la metralla. Unos 100 soldados están en posición de tendido a todo lo largo del camino.
El segundo camión quedó frente al fuego y los cristales del parabrisas saltaron al ser alcanzados por los proyectiles. Jacobo Cruz Espinosa [5] conduce ese carro. “¿Lo habrán matado?”
La ametralladora 30 —emplazada frente a los camiones y delante de una turbina, a la izquierda del terraplén— causa las primeras bajas. Los fusiles se enredan en las estacadas de los carros. Me arrastro por el terraplén. Las balas rebotan contra las camas de los camiones. Otros proyectiles pican frente a mí.
Me pego bien al suelo. No puedo moverme. Reacciono. Me percato de la posición de los guardias. Disparan con balas trazadoras que los ubican en la madrugada. Tengo la cuneta cerca y me dejo caer. Cargo el fusil. Llevo el dedo hacia el gatillo.
No puedo disparar. Entre nosotros y los guardias corren nuestros compañeros. Pienso al momento: “Concho, mucha de esta gente, incorporada en el trayecto hacia Camagüey, no asume las medidas de protección, como tirarse al suelo, meterse en una cuneta, dar vueltas en el terreno o parapetarse detrás de un camión”.
La metralla se intensifica. Se escuchan de manera permanente las explosiones de las granadas y el impacto de los proyectiles. A medida que el tiempo transcurre, la situación es más adversa para los rebeldes que aún no han podido retirarse. A mis espaldas, escucho la voz del primer teniente Ricardito Pérez Alemán. Está dando órdenes para que se ocupen posiciones, se rechace el fuego y se rescaten a los heridos. Su voz aguda, casi ronca, es inconfundible. De pronto no lo escucho más.
En medio del volumen de fuego de la emboscada, me llama mí tío Francisco. Está a mí derecha.
—¡ René, ayúdame! ¡Ayúdame!
—Échate para acá que estoy en la cuneta. Estoy en una buena posición.
—Es que no puedo casi ni arrastrarme. Estoy herido.
Panchito está a sólo tres metros de los guardias pero hay una hierba alta que le quita visibilidad a los casquitos [6]. “Tengo que llegar hasta él. Si lo dejo, lo matan. ¡Qué carajo!. Que nos maten a los dos. En definitiva, como dice el refrán: El féretro es hermano de la cuna”.
Me arrastro hasta llegar a él.
—¡Agárrate del cuello!
Ya lo tengo. Retrocedo y me dejo caer nuevamente a la cuneta del canal. Arrastro a mi tío. Trato de alejarme lo más posible del área del fuego. Salgo casi detrás de los guardias. Me paro. Levanto al tío. Me lo echo a la espalda. Corro por el lado de la caña rumbo a Pino 4. La pierna herida de Panchito se enreda con las cañas.
—Me estás acabando la pierna con la caña.
—Bueno, entonces vamos para el terraplén.
En el camino las balas nos pasan por encima de la cabeza. Los guardias disparan en esta línea. Un jinete se aproxima. Panchito sangra intensamente. Detengo al hombre.
—Necesitamos que nos facilites su caballo. El compañero está muy herido y no puede caminar.
—¡Qué va! ¡Yo lo siento por él, pero no puedo darles el caballo!
Apunto al jinete con el fusil.
—¡O me das el caballo o te mato aquí mismo!
“Este hombre lo que está es asustado”. Pero el jinete se baja de la bestia y ayuda a montar al herido. “Menos mal que se decide.”
Los tres continuamos por el terraplén rumbo a Pino 4. Panchito encima del caballo. El jinete y yo caminamos a ambos lados de la bestia. Observamos a un grupo de hombres en el batey, pero comprendemos que son rebeldes. Entre ellos, algunos heridos.

[4] Después del triunfo de la Revolución Jaime Vega fue detenido por realizar actividades contrarrevolucionarias. Fue sometido a juicio y condenado a diez años de presión. Posteriormente marcho a la República de Venezuela, donde residía su familia.

[5] Fue abatido en la emboscada de Pino 3.

[6] Casquito: Nombre con que popularmente eran conocidos los soldados de recién ingreso al ejército de la tiranía.

Los heridos

Los campesinos apoyan. Abren las puertas a los rebeldes. Brindan lo poco que tienen. Auxilian a los heridos. Sacan sábanas y las ripian para usarlas como vendas. Un bodeguero entrega los frascos de mercurocromo que tiene en la tienda. Se escucha el tiroteo. Las balas pasan por encima del batey. El agua caliente se utiliza como desinfectante para echar en las heridas.
Mientras atienden a los heridos, dormito.
Jorgito. ¿Dónde está Jorgito? ¿Qué será de Jorgito?
Jorge Aleaga se acerca. Escucho su voz.
—René, ¿qué té pasa? ¿ Tienes pesadillas?
Sudo copiosamente.
—Aleaga, yo estaba pensando en Jorgito, ¿qué tú sabes de mi primo?
—Yo me encontré con él cuando la emboscada.
—¿Dónde está entonces?
Aleaga me miró fijamente y me cuenta la historia de la situación de Jorgito en la emboscada:
En medio de la metralla traté de retirar al muchacho de la emboscada. Una bala rozó el revólver de Jorgito y rebotó en el gatillo. El proyectil le entró por el ombligo y salió por la cadera derecha. Estaba herido en la ingle. Cuando encontré a Jorgito en el suelo le pedí que se retirara... pero estaba gravemente herido. Recuerdo que me respondió:
—No, no puedo, Alega. No puedo moverme. Estoy herido.
Cargué al muchacho y logré llegar al cañaveral. Me di cuenta que estaba muy mal cuando me pidió:
—Aleaga, Aleaga, me siento muy mal. Tengo mucho frío. Tengo la pierna dormida. Siento calambre. ¡Detente por favor! ¡Detente, coño!
Traté de salir de entre las balas. Continué avanzando. Pero me di cuenta que el muchacho no se movía, que no hablaba, entonces lo bajé y lo revisé para ver. Me percaté que Jorgito estaba muerto. Tomé su revólver y deposité el cadáver a la orilla de un plantón de caña.

—Esa es la triste realidad, Vallina— concluye Aleaga aquel patético relato de la muerte de mi primo.
No estoy soñando. No es una pesadilla. Es la realidad de Jorgito.
Transcurren algunos minutos, quizás una hora. Los campesinos localizan algunos caballos y montan a los heridos.
“Esta gente se porta muy bien. Arriesgan sus vidas para proteger a los nuestros.”
Con 18 heridos avanzamos por dentro del monte. La marcha es lenta. De pronto descubrimos una pequeña casa de yagua. “Tendremos que detenernos. Esta gente se nos mueren”.
Entramos al bohío. Acomodamos a los heridos. Casi no existe espacio. Alfredo Rodríguez Velázquez (Fellín) se queda afuera del rancho en una hamaca. De la tropa de Botello también están heridos: Marcelino González Velázquez, Edilberto Pupo Pupo, Eddy Medero Mayedo y Juan Álvarez Rodríguez, entre otros.
Orestes González González no sufrió heridas en la emboscada pero está enfermo. La muerte de su amigo José Miguel lo ha afectado mucho. Solo habla del traumático incidente:
—José Miguel Gómez cargaba mi mochila. Yo venía acuclillado y con temblores. Una descarga cerrada cayó sobre el camión. Una bala de un M—1 le atravesó el cráneo a mi amigo. Con su cuerpo me había salvado la vida. Cayó encima de mí muerto con un tiro en la cabeza, que le atravesó el cráneo. El cuerpo inerte de José Miguel estaba cubierto de sangre.
“Bajo aquella luna llena continuaba la metralla. Yo estaba muy enfermo. Meditaba: Este paludismo es lo más malo que hay y ha estado conmigo en to’ la marcha. Qué cosa lo de mí amigo José Miguel. Él dio su vida por salvar la mía ¿Cómo pude bajarme de camión? No, no me bajé, mis compañeros chocaron conmigo y rodé por la culata. Me parapeté detrás de las mellizas del camión del lado que da a la caña. Solo tenía un pensamiento, solo tenía en mi mente la imagen terrible de mi amigo muerto. Me arrastré sin rumbo. Transcurrieron unos minutos. Me detuve y miré a todos los lados. Las balas trazadoras me pasaban por encima. Me rodeaba una capa de humo producido por la metralla.
“Los soldados emboscados disparaban con M—1 y ametralladoras. La descarga cerrada la siguieron concentrando en los dos primeros vehículos, aunque el resto de los carros recibió el impacto de la metralla.”
“No obstante la metralla continué arrastrándome rumbo a la caña. Me preguntaba: ¿Dónde estoy? ¿Cómo me oriento? De pronto, sin darme cuenta, estaba al lado de los soldados de la tiranía. No estaba seguro. Me interrogaba: ¿Quiénes son esos hombres que están disparando a mi lado? ¿Serán mis compañeros? Temblaba como consecuencia de la fiebre. No podían ser mis compañeros los que estaban ajilados peleando. Apreté fuertemente la escopeta de mazorca. Pronto me convencí que los que estaban a mi lado tirando, eran soldados enemigos. Realmente no me percaté por dónde le pasé a los guardias. Me retiré, pero con la escena en mi mente de la cabeza de mi amigo José Miguel Gómez Estrada, atravesada por un proyectil.

Jaime Vega viene hacia el grupo de combatientes. Llega con un radio portátil. Mira a los heridos y se sienta en un taburete.
Enciende el radio y pone música americana. Todos estamos tensos. “Este es el responsable de la tragedia y mira como reacciona. ¿Cómo es posible que se ponga a escuchar música? Él es un oficial, pero ¿cómo se van a respetar sus grados si llevó a la columna a un fatal desenlace?”
La actitud insensible del jefe irresponsable nos indigna. Con energía le expresamos el disgusto.
—Ven acá, chico, ¿a ti no te da pena que tus compañeros se estén muriendo por tu culpa y ahora vienes a poner música americana?, —dijo uno de los rebeldes.
—No. No. Es para que la gente se anime.
—¡Qué nos vamos a animar! Y menos escuchando música americana.
Jaime baja la cabeza y apaga el radio. Todo retornó a la normalidad.
En esa situación amanece. Matan una vaca. Preparan comida. Reina la incertidumbre.
Las horas pasan, y los heridos sin recibir la atención adecuada. Nos quedamos en la zona. Reflexiono: ¿Cuántos habrán caído en la emboscada? Aquí sólo estamos unos 40 combatientes de los más de 160 que componemos la columna. ¿Habrán matado a los restantes? ¿Qué habrá pasado?
Percibo un extraño ruido ¿Qué es? ¿Un avión? ¿Cómo no nos percatamos?
La espesura del monte interfiere el sonido del aparato en vuelo rasante. El avión pasa tan bajo que le vemos el rostro al piloto.
Los heridos son escondidos en la arboleda. El resto preparamos la defensa de la zona, pero el ejército no aparece.
Nos organizamos. Distribuyen la comida. Comienza a oscurecer. Creamos las condiciones para levantar el campamento antes del amanecer. Aparecen los primeros rayos del sol. Se acerca Jaime Vega:
—La tropa no puede continuar la marcha. Nos vamos a quedar aquí para esperar al resto de la gente que está dispersa en la zona.
“¿Y a éste qué le pasa ahora? En definitiva aquí hay poco mando. Si quiere que se quede él. Nosotros vamos a continuar la marcha. Los que estamos con los heridos decidiremos por nuestra propia voluntad. Además, como dice el proverbio: cada cabeza es un mundo.
Aclara. Buscamos las bestias. Acomodamos a los heridos y partimos. Jaime Vega, desmoralizado, se suma a la decisión de la mayoría.
Se divisa un poblado. Hemos caminado tres kilómetros.
—¿Qué lugar será ese? —pregunta alguien.
—La Faldiguera del Diablo —responde otro.
Se escucha la explosión de una bomba. Luego otra. La aviación está bombardeando de oeste a este. Cuando los aparatos van en picada prácticamente pasan por encima de nosotros.
“La ‘fiesta’ es con nuestra tropa. Estamos localizados”. Pasa el primer el avión, el segundo. Nos escondemos en la espesura del monte. No ocurre nada. “Coño, están bombardeando el mismo sitio donde estábamos acampados. Si nos hubiéramos guiado por Jaime estuviéramos en una situación muy compleja”.
Organizamos una vanguardia y continuamos la marcha.
Recibimos un mensaje de la avanzada: “Adopten el máximo de medidas de precaución. El ejército se acerca”. Escondimos a los heridos y formamos una línea de fuego. Pasa el tiempo. Debe ser una falsa alarma.
—Recojan a los heridos. Vamos a continuar —ordena José Botello.
Algunos de los heridos están graves; la marcha es lenta y fatigosa. Mi tío, Francisco Mendoza Sosa, tiene una de sus piernas prácticamente desbaratada por el efecto de un proyectil de ametralladora. Acampamos nuevamente. Jaime Vega se reúne con nosotros.
—Yo voy a recoger las mejores armas de ustedes y les vamos a dejar escopetas y fusiles 22 a los que se queden con los heridos. Nosotros continuaremos la ofensiva.
La propuesta genera discusiones. Al final no tuvimos otra alternativa que aceptar la orden.
El capitán José Botello y Francisco Peña Rodríguez —otro de los oficiales— organizan sus respectivos pelotones y Jaime Vega agrupa un tercer pelotón. Nosotros nos quedamos con los heridos, en el pelotón de Botello. Mis zapatos se rompen y quedo descalzo. A mi tío lo monto en un caballo y a Alfredo Rodríguez (Fellín) lo llevan en una hamaca. Así, inconsciente, Fellín no puede montar en la bestia. Recibió en la emboscada un balazo de Springfield que le entró cerca de la tetilla derecha y le salió próximo a la columna vertebral, perforándole la pleura. La mayoría de los heridos recibió los impactos de las balas en las manos y en los hombros, lo que no le impide caminar a pie. Aún así el estado físico de los combatientes es deplorable.
Se hace indispensable operar a muchos de los heridos para extraerles los proyectiles del cuerpo. “¡Si no aparece un médico, alguna de esta gente se nos va a morir!”
La emboscada preparada por el Ejército de Batista provocó una gran cantidad de muertos y heridos [7] a la columna invasora número 11 Cándido González Morales, constituyó un gran revés, pero no la derrota.
Transcurren cinco días de la emboscada y aún los heridos no han recibido asistencia médica.
Continuamos la marcha para la finca Camblores, muy cerca del central Francisco. Medito nuevamente:
—¡Se nos mueren! ¡Si no aparece un médico por aquí, estos hombres se mueren!
En esa zona existe una tiendecita, pegada al terraplén. Más allá, los potreros, un guanal, una arboleda y una faja de monte. Pronto dejamos atrás esta finca y nos aproximamos a la zona de La Larga.

[7] En la emboscada de Pino 3 murieron 22 combatientes rebeldes y con los 11 heridos masacrados en La Caobita, ascienden a 33 los muertos de esos trágicos hechos.

El Doctor Corchado

Es 5 de octubre 1958. El Movimiento 26 de Julio envía al doctor Danilo Corchado Martínez. Había deambulado por toda la zona tratando de localizarnos. Desconocía el lugar exacto donde estábamos. Llega montado a caballo y con un maletín que contiene medicinas e instrumentos quirúrgicos. Los heridos van a recibir por primera vez atención médica después de tantos días.
—He tenido que explorar todos estos montes para poder localizarlos. Vamos a ver a esos enfermos —dice Corchado.
El médico revisa las heridas. Un proyectil le entró a Andrés Borrego, “Escorpión”, por la mandíbula derecha.
—¡Esto está feo. Tiene trozada la lengua, partido el maxilar inferior y desprendidas tres muelas. No te preocupes, muchacho, haré todo lo posible.
Buscan una puerta y la montan encima de unos palos. El doctor improvisa una mesa de operaciones. Acostamos a Escorpión y lo aguantamos fuertemente. Corchado comienza a operarlo a sangre fría. El herido tiene la mandíbula muy inflamada y el médico no da con el proyectil. Saca pedazos de huesos. El muchacho está blanco, pierde el conocimiento. Por fin, Corchado localiza la bala. Le había patinado en la mandíbula derecha y se le alojó en la mandíbula izquierda. El bisturí corta la carne y deja el espacio abierto, por donde el médico extrae el plomo.
Concluida la operación el doctor va hasta donde está mi tío Panchito el que presenta un cuadro clínico muy complejo. Corchado comienza a curarlo. La pierna de mi tío esta inflamada. La bala le ha atravesado de lado a lado el pie. Se aleja de Panchito y va donde están el resto de los compañeros.
—A éste hay que sacarlo urgente de aquí. La operación de él es más compleja. Yo no tengo condiciones para operarlo aquí. Si continúa en el monte puede coger gangrena. Ustedes tienen que tomar una decisión, si no, puede perder la pierna.
En mis actividades como miembro del Movimiento 26 de Julio, establecí ciertas relaciones con el dueño de la finca La Larga, propiedad del médico Martín Rubio, cuyo hijo colabora con el 26. Tengo la seguridad de que podemos llevar al herido. En La Larga no existe ningún tipo de peligro.
La finca está ubicada en un sitio bastante apropiado, muy cerca de La Vallita. Propuse la alternativa.
—No, qué va. Es muy arriesgado. Corchado, ¿usted lo puede sacar de aquí? —pregunta Botello.
—Correrá mucho riesgo. Por esta zona han pasado ya tres columnas. Hay emboscadas de los guardias. Toda la zona es un hervidero. El paso de ustedes ha creado un estado de levantamiento y medidas de vigilancia —responde el médico.
Como consecuencia del movimiento de fuerzas enemigas, creado tras la ofensiva del Ejército Rebelde por el sur de Camaguey se ha orientado evitar salir del monte, porque salir del monte es correr un peligro mortal.
—Pero es que no existe otra opción ¿No se dan cuenta? Hay que decidirse por una —insisto— ¿Tú estás de acuerdo, tío?
—Bueno. Si no hay otra posibilidad, estoy de acuerdo.
—Yo puedo sacarlos de aquí. Podemos utilizar dos carros. Uno irá delante explorando y yo lo seguiría a prudencial distancia. Si el chofer del primer carro encuentra postas en el camino, viraría para avisarnos —propone el dueño de la finca Los Camblores.
Todos estamos de acuerdo.
—Bueno, Vallina, ya que usted va a partir para Camagüey con el herido, hace falta que cumpla una misión —dice Botello
—Lo que usted ordene.
—Después a que dejes a Panchito, debes salir para Esmeralda. Allá hay una gente que está haciendo mucho daño. Es un chivato. Usted entre por Esmeralda y liquide al individuo. Luego, sigues para el norte y te incorporas conmigo.
En el amanecer del 6 de octubre saldríamos para La Larga. Temprano, Botello parte con su pelotón rumbo al norte, a Santa Lucía de Nuevitas, y Francisco Peña se queda en la zona. Un guía, Panchito Mendoza, Onelio Capote Blanco —que está enfermo —y yo, salimos hacia el batey de la finca Los Camblores. A las ocho de la mañana llegamos allí. Nos recibe el mayoral.
—El dueño no ha llegado. Pero creo que tampoco va a venir hoy.
Me veo nuevamente en una situación muy difícil. No tengo a quien acudir. Francisco Peña y José Botello se fueron ya de la zona. Como dice el refrán la desdicha no camina por los montes, sino entre los hombres. “¡Coño René no sea tan pesimista!. Es verdad, lo último que se pierde es la esperanza”. En el garaje está parqueada una camioneta Willys y el chofer se encuentra en la finca. El guía, Muerdeihuye, propone:
—Vamos a coger la Willys. El chofer nos lleva hasta el central Francisco. Yo conozco una casa de gente de confianza. A esa casa viene, todos los mediodías, un chofer de alquiler que tira viajes para Camagüey. Él siempre toma café en esa casa. Tú le planteas la situación. Él también es de confianza.
—¡Pues arriba!
Montamos en la Willys y partimos para el central Francisco. A las once de la mañana llegamos al batey. Nos acercamos a la casa. Llueve a cántaros. Exploramos el área. No se ve gente sospechosa. Pasamos inadvertidos. Sin pérdida de tiempo bajamos al herido. El guía y el chofer se retiran. Toco a la puerta y abre un hombre. En el interior de la casa se encuentran una mujer y tres niños, entre 9 y 12 años de edad. “Este debe ser el hombre.”
—Mire, nosotros somos del 26.
—Pasen, pasen, —dice el hombre inseguro.
Entro a la vivienda y les digo a los presentes:
—De aquí no puede salir nadie. Si sale alguien y comete una indiscreción, el ejército puede sospechar.
Miro al hombre, luego a la mujer y a los muchachos.
—Yo estoy armado y de llegar el ejército se va a formar un tiroteo. Para evitar contratiempos, que nadie salga de aquí.
—Estamos de acuerdo. No habrá problemas.
El hombre y la mujer se notan nerviosos. Pronto se tranquilizan. La mujer prepara café. Me siento en una silla a la orilla de la puerta, como medida de precaución.
Un auto se aproxima. El chofer se baja, camina hacia la casa y toca la puerta. Efectivamente, es el hombre que estoy esperando. Se trata de Rolando Plaza Zayas. Saluda a la familia. Me saluda a mí. Hablo con el hombre.
—Mire, yo vengo con un herido de los montes de San Miguel. Tengo necesidad de que usted nos saque para Camagüey. ¿Será posible?
—Cómo no. Yo vengo ahora de Camagüey. La carretera está libre de peligro. No he visto guardias registrando los autos. Podemos partir cuando usted lo ordene.
—Pues bueno, nos vamos.
Rolando Plaza toma su habitual café y se despide del matrimonio amigo. Nos montamos en el carro. El chofer pone en marcha el auto y embraga la velocidad. Pasamos por frente al cuartel del Francisco sin contratiempo.

El viaje

El trayecto lo hacemos sin dificultades. Llegamos a Camagüey.
Le indico a Rolando Plaza que detenga el auto en la calle Avellaneda, cerca de la terminal de ferrocarril y le digo al enfermo:
—Bueno, Capotico. Bájate aquí.
—No, no. Qué va. Yo no voy a andar a pie por las calles. Me pueden conocer.
—Coge un carro. Además, ese fue el acuerdo inicial. Que en cuanto llegaras a Camagüey tú te quedabas. Aquí puedes coger una guagua, un carro, cualquier cosa.
—Pero yo no tengo dinero.
—Bueno, yo sí tengo. Toma un medio, de este dinero que Pepe me dio para una misión que tengo cumplir en Esmeralda.
—Aunque me des dinero no me voy bajar aquí. A mí me tienen que llevar hasta la misma casa donde voy.
—No te podemos llevar, Capotico, entiende.
—Pues yo de aquí no me bajo, compadre.
Entonces reflexiono: “Yo estoy armado y Capotico también. Y la situación se puede poner tensa y le voy a tener que dar un tiro. Vamos a tener que llevarlo. Esta discusión no es saludable porque Capotico es muy terco. La estación de la policía está cerca y van a sospechar”.
—Bueno, está bien. Te vamos a llevar, pero tú sabes que ese no fue el acuerdo.
El auto se pone en marcha. Damos la vuelta y bajamos por República. Atravesamos de nuevo la ciudad. Llegamos a la carretera de Santa Cruz del Sur y proseguimos para La Yaba. Salimos de una curva. Yo voy atrás con el herido y Capotico delante.
—¡Mira! ¡Ahí están los guardias! ¡Hay emboscadas! ¿Qué hacemos? —dice el chofer.
Efectivamente, los guardias están parando los carros.
—Dobla a la derecha por la calle de tierra y sigue. Si te paran los guardias diles que vas a dejar un pasajero ahí delante. Tú, Capotico, cuando lleguemos, bájate y vete a pie, que nosotros regresamos.
Cuando estamos pasando por al lado de los guardias, por la callecita de tierra, ordenan al chofer que detenga el auto. Uno de los guardias le pregunta de forma autoritaria al chofer del auto:
— Oye, ¿adónde tú vas por ahí?
—No, yo, yo voy a dejar un pasajero ahí delante.
—Ven acá. ¿Por qué tú estás nervioso?
—No, yo no estoy nervioso es que yo soy gago.
—No, qué va. ¡Déjame ver! ¡Vamos, bájense! ¡Bájate de la máquina! ¡Y esta gente, que se baje también!
El chofer y yo nos bajamos del auto.
—¡Péguense de frente al auto, con las manos levantadas, coño!
Armados con fusiles San Cristóbal, los soldados nos apuntan. Nos bajamos, pero el herido y Capotico se quedan sentados en el interior del auto.
—Bueno, y éste ¿por qué no se baja? ¿Qué le pasa? ¡Ah, pero si está vendado! ¿Qué le pasa? ¿Está herido? ¿Qué le pasó?
—No. Lo que pasa es que eso fue un hachazo que se dio en la pierna cortando leña.
El guardia se acerca a Panchito para revisarle la herida.
—¡Coño! ¿Un hachazo? ¿Con un hueco redondo y la mancha de sangre redonda? ¡No, qué va! ¡Para el suelo! ¡Bájense rápido ustedes dos!
Ayudamos a mi tío pero lo dejamos sentado con los pies afuera. Nos registran. Registran al chofer y me registran a mí. Traigo un revolver entre las piernas, debajo del cinto. Y me quedo tranquilo, inmóvil. Onelio Capote Blanco está sentado en el asiento delantero del auto. Yo estoy con las manos levantadas y apoyadas contra el carro.
Detrás de mí se encuentran cuatro guardias con fusiles San Cristóbal. Le hago señas con el dedo a Capotico que tirara, que después yo lo secundaba. Yo pienso al instante. “Si le tira a los guardias desde adentro, yo saco el revólver y les disparo. La reacción de los guardias va a ser repeler a Capote y es el momento para yo sorprenderlos y eliminar a dos que están detrás de mí. Ese cabrón me hace señas y me indica que no. Tendré que cambiar de plan. Si me dejan ir al baño trataré de buscar otra forma de librarme de ellos”. Me viro y le digo al guardia:
—Oye, me estoy orinando. Tengo que ir a orinar al servicio.
—No, mea ahí mismo.
Orino al lado de la máquina. Uno de los soldados abre el maletero. Dentro de él está la mochila con la canana, 50 balas, el uniforme del 26 y otras cosas. Al ver todo aquello, el guardia se vira y les dice a los otros casquitos:
—¡Oigan, aquí hay gente armada!
Se acerca a nosotros y nos registra de nuevo. Me encuentra el revólver. Me empujan varias veces. Un guardia pasa por frente de la máquina y se dirige a Capotico y habla con él. No puedo escuchar la conversación.
El guardia regresa. Capotico abre la puerta y se baja. Yo estoy mirando toda la operación. Capotico llega a la tienda. Pide un vaso de agua, se la toma e inexplicablemente se marcha. Un soldado va a la tienda, pide una soga y nos amarran a los tres. Se aproxima un auto. Rolando Plaza conoce al chofer.
—¡Oiga, amigo! Hace falta que hables con mi gente. Diles que me han detenido.
Un guardia se dirige de forma grosera al chofer del auto.
—¡Dale, coño! ¡Arranca de aquí!
Los guardias detienen un camión de volteo y nos empujan hasta la cama del vehículo. Después montan ellos y ordenan al chofer que los conduzcan hasta el cuartel Monteagudo.
Llegamos al cuartel y nos introducen en un calabozo pequeño ubicado en la misma entrada de la edificación. Nos registran nuevamente y nos hacen preguntas de rutina. Un guardia me registra y encuentra la foto de una jovencita. La foto la conservo dentro de un plástico.
—¿Quién es ella?
—Mi novia.
—¿Cuál es la dirección? ¿Dónde la podemos localizar? Tenemos la obligación de comunicarle a ella que usted está detenido.
—No, ella no vive aquí. Ella vive en el campo.
Pasan unos minutos. Llegan los del Servicio de Inteligencia Militar. Abren la celda y nos sacan; en dos carros del regimiento nos conducen al cuartel Agramonte, construido entre los años 1920 y 1930. Abarca más de 10 hectáreas y lo componen varias edificaciones de una y dos plantas. Está protegido de un ancho muro de dos metros de alturas y diversas garitas.
Nos llevan a unos calabozos. Me pongo de acuerdo con mi tío:
—Óyeme, cuando vengan los del interrogatorio, nosotros somos escopeteros. No sabemos nada de la columna. Nosotros nos incorporamos ese día. Por lo tanto, no sabemos nada.
Se escuchan pasos. Abren la celda. Se acercan a mí y me levantan. Me sacan del calabozo. Quedan allí Panchito y Rolando Plaza.
Me llevan a la oficina del jefe del Servicio de Inteligencia Militar, el teniente Antonio Hernández. Están con él su hijo, conocido como El Bizco, y otros oficiales.
—¿Qué tú sabes de la columna rebelde?
—Casi nada. Yo soy escopetero. Me incorporé el mismo día que caímos en la emboscada.
—¿Qué sucedió con la gente nuestra que ustedes volaron en Corea?
—En ese momento todavía yo no me había incorporado a la columna.
Parece que los convencí. No insisten más. Me regresan al calabozo. No transcurre mucho tiempo: unos soldados se dirigen nuevamente a mí. Me llevan hasta donde está un oficial del Servicio de Inteligencia Militar. Me enseña una foto de un rebelde muerto.
—Mira, este es de la columna de Camilo y el Che. Este es el diario de Camilo. Ya todos están liquidados. Aquí todo se acabó. Acaben de hablar y no jodan más. Aquí se sabe todo.
—Yo no sé nada. Ya se lo dije ahorita. Soy escopetero. Me incorporé a la columna el día que caímos en la emboscada.
—Tenemos información de que ustedes saben mucho de los rebeldes. El silencio no los beneficiará.
Recapacito: “Este viejo es un cabrón. Me quiere coger de bobo. Esta muy jodido. A mí no me van a sacar nada. ¡Mira que decir que Camilo está liquidado!”, pienso yo, mientras me interrogan.
—¿Cuál es el nombre de este muerto que está en la foto?
—No sé. Yo nunca antes lo había visto.
Transcurre el día 6. Hoy es 7. Ya vienen por mí. La misma pregunta. La misma respuesta. De nuevo para el calabozo. La escena se repite. Corre la mañana.
Los interrogatorios prosiguen de forma individual. Veo a mi tío. Pasa por frente a mi calabozo. Su estado físico es deplorable. Apoya las manos en el piso y en las paredes para poder mantenerse de pie y caminar.
Pasa lento el tiempo: media hora, una hora... Panchito no regresa. Me inquieto. Está ahí ya. Lo veo retornar acompañado de los mismos soldados. Me hace señas con las manos, que no hay problema, que se mantiene firme.
Me toca el turno a mí. Atravieso un pasillo oscuro. Las paredes están pintadas de amarillo. Bajo unas escaleras. Salgo del edificio. Entro a otro local contiguo. Se lee en la señalización: Oficina del Jefe del Regimiento Agramonte.
Frente a mí, el coronel Leopoldo Pérez Coujil, jefe de la Plaza de Camagüey. Está sentado encima del buró de aquella habitación inmensa, pero con escaso mobiliario. Lo rodean otros seis oficiales. Ponen una grabadora. De nuevo el interrogatorio. Las mismas preguntas y respuestas.
Pérez Coujil se nota intranquilo y a la vez molesto por no obtener ni una sola información del interrogatorio. Se enfurece.
—Hijos de puta. A ustedes lo que hay que hacerles es esto...
Saca un almanaque pequeño y traza en el mismo una raya. Pone el almanaque sobre la mesa.
—Ustedes no hablan; pero yo tengo una medicina que es este librito donde hago una rayita. —Hace un gesto indicativo de quitarnos la vida—, de modo que ya tienen peste a muerto.
Se dirige a los restantes esbirros.
—¡Arriba, llévense a éste y ya ustedes saben lo que tienen que hacer!
El rostro del coronel delata sus intenciones. El oficial parece embriagado. Tiene los ojos inyectados en sangre. Me sacan de allí a empujones. Me llevan de nuevo para el calabozo. Me entregan una muda de ropa de campaña del ejército de la dictadura. Le falta una manga.
—Quítate esa ropa y ponte este uniforme.
Un sargento del SIM, con cara de buena gente trata de persuadirme. Habla muy pausado.
—Parece mentira que ustedes, que son unos muchachos jóvenes, vayan a perder la vida inútilmente. En definitiva ya la gente de ustedes está derrotada...
—Mire, sargento. Le agradecemos sus buenas intenciones, pero ya nuestra suerte aquí está echada. No valen consejos.
Llegan a la celda, Alejandro Cabrera, (Pata de Ganso) esbirro del Servicio de Inteligencia Militar y el sargento Gerardo Trujillo. Sacan a Panchito; después, a Rolando Plaza y por último, a mí. Nos esposan a los tres.
Nos introducen en un auto. Pronto el vehículo se aleja del cuartel, toma la Carretera Central rumbo a Oriente. Conocemos la forma de proceder de los esbirros de la tiranía, especialmente de Pata de Ganso y de Trujillo. “Estamos condenados a muerte. Esta gente nos va a liquidar”.

Los condenados

El auto llega a Guáimaro y se detiene en el cuartel ubicado al oeste del pueblo. Nos conducen a un calabozo que está en la misma entrada del cuartel.
Siento un presentimiento al percatarme de la presencia de una compañía de casquitos. Se dan cuenta de nuestra presencia en el calabozo del cuartel de Guáimaro. Varios soldados se agrupan cerca en la parte exterior de la celda. Un guardia pregunta:
—¿Quiénes son estos cabrones que están presos?
—Unos rebeldes que cogieron prisioneros.
Me entero que habían regresado de una operación en el norte. Por Santa Lucía los rebeldes tendieron una emboscada y mataron a dos o tres guardias. Están enfurecidos.
Estoy pegado a la reja. Observo todo aquel panorama. Los casquitos preguntando. Y nosotros hablando con ellos. Uno de los guardias se acerca.
—Ah, maricones, hijos de putas. Ustedes mismos me la van a pagar. Me mataron a mi primo, pero ahora me voy a encargar de vengarme en ustedes.
El hombre mete la mano entre los barrotes y me agarra el bigote.
—¡Cojones! ¡Te voy a arrancar pelo a pelo el bigote!
Me echo hacia atrás y le dejo algunos pelos en su mano.
—Ábranme la reja que los vamos a matar a los tres.
Un oficial se acerca:
—¡Retírate! ¡Retírense todos de aquí!
El cuartel retorna a la normalidad.
Es de noche. Escuchamos pasos. La reja se abre. Nos sacan y nos monta en un camión. Es uno de los mismos camiones que nosotros utilizamos en el traslado de la columna hasta Pino 3. La caseta y la cama del carro están llenas de huecos, provocados por los proyectiles. Nos escoltan unos cuantos soldados.
Oímos que alguien dice:
—Aprovechen bien a estos muchachos. Procuren darles cuatro o cinco tiros a cada uno, pa’ que no jodan más.
El camión coge por un camino lleno de baches. El carro para: “Aquí mismo nos van a matar”. Pero continúa. Los guardias nos dan patadas y culatazos. Se orinan encima de nosotros, nos ofenden, nos amenazan. Y más patadas y culatazos. Nosotros esposados. Indefensos. Sin poder hacer nada. Mi tío se nota pálido. Tiene la pierna muy hinchada.
—¡Maricones! ¡Los vamos a matar!
Nos amenazan. Golpean a Panchito que se queja al recibir los culatazos en la pierna destrozada por el proyectil.
El camión se detiene. Se baja un oficial y camina hasta el fondo del vehículo.
—¿Qué es lo que les pasa a ustedes? Tienen que respetar a esta gente. ¿No se dan cuenta que ellos son prisioneros y no se pueden maltratar? No se pueden meter con ellos.
El camión se pone en marcha nuevamente. Los soldados nos dejan tranquilos.

El inocente

Por fin llegamos al central Francisco. El camión se detiene en el cuartel. Nos bajan y nos meten a los tres en un calabozo.
Amanece. Continuamos en la celda. Tío ve pasar a un teniente que le es conocido. Es jefe de operaciones en Rodas y estuvo detrás de nosotros allá en Cienfuegos. Panchito lo llama:
—Venga acá, teniente. ¿No se acuerda de nosotros?
El hombre se sorprende. Abre la reja y entra al calabozo.
—Muchachos, ¿qué hacen ustedes aquí? ¡No puede ser! ¡Qué pequeño es este mundo!
—Estamos condenados a muerte.
—Y mira que los he buscado a los dos...
—Bueno, teniente, ¿qué usted cree de nosotros?
—Nada. Ahora sí no se escapan. Además, yo no hablo más con ustedes porque me van a embarcar.
El teniente se retira sorprendido.
Prosiguen las visitas. Nos interrogan nuevamente.
—¿Quién los sacó a ustedes del monte?
Me quedo pensativo unos segundos: “A nosotros nos sacó del monte un alzado conocido por Muerdeihuye, de aquí del Francisco, pero está ahora con los rebeldes, así que no hay problemas.”
—El que nos sacó se llama Muerdeihuye —respondo.
El sargento, un mulato fuerte, se vira para el oficial y le dice:
—¡Óigame, teniente, déjeme ese caso a mí! ¡Ese hijo de puta fue el que me llevó la hija y yo me encargo de traerlo pa’ acá! Él es mi yerno. Si lo cojo lo voy a fusilar yo mismo.
“No sé dónde este tipo lo va a buscar, porque Muerdeihuye está alzado.”
Al poco rato regresa el sargento y trae a un muchacho de la misma figura de Muerdeihuye: un muchacho prieto, bajito y fuerte. Le abre la reja y lo tranca con nosotros. No le dice nada. El muchacho se sienta en un rincón, al fondo del calabozo. Estoy sentado en el otro extremo, a la entrada de aquella celda, en el otro extremo, junto a Plaza y Panchito. Lo llamo:
—Venga acá, muchacho. ¿Cómo te llaman? ¿Qué edad tienes?
—Alipio Carrillo Zamora. Tengo veintiocho años.
Le pregunté que hacía aquí. No sabe. Nos cuenta:

—Me trajo ese sargento hijo de puta. Yo trabajo en la fonda de Adolfina Martínez, La Mexicana. El sargento iba ahí a comer, pero no pagaba. Entonces la dueña de la fonda me orientó que si venía de nuevo no le diera más comida hasta que no pagara. Ese día el sargento fue a la fonda. Le dije:
—Mire, sargento, dice la mexicana, la dueña de la fonda, que hasta que usted no le pague la cuenta no le puedo servir más.
—Bueno, esta bien. Yo me voy. Después yo le pago la deuda.
El sargento no dijo nada más, se fue, pero al rato regresó y me llamó. Yo estaba aún en la fonda de la Mexicana.
—¡Oye, Negro, ven acá! Estoy aquí para pagarte la comida que te debo, pero el dinero está en el cuartel. Vamos conmigo al cuartel.
Y mira lo que hizo: el sargento me metió preso aquí, en el cuartel.
Los tres escuchamos atentos toda aquella historia.
“No creo que por esa causa el sargento le haya traído para acá. Debe haber algo más”, pienso.
—¿Sólo por decirle que tenía que pagar la cuenta, el sargento te metió aquí? No puede ser. Debe haber otro problema.
—Bueno. Ese fue el motivo. Pero él esta enamorado de mí novia. Ella es la hija de la dueña de la fonda. Parece que estaba buscando un motivo para vengarse.
—¡Qué hijo de puta es ese sargento! —digo y le recomiendo al muchacho.
—Mira, habla con esta gente, que te saquen de aquí, porque a nosotros nos van a matar y si te quedas aquí, te van a matar también.
—¡Qué cabrón! Yo no he hecho nada, ni un carajo.
El muchacho conoce a los guardias del cuartel. Ve pasar a uno y lo llama:
—¡Oye, ven acá!
Llama a todo el que pasa por la celda pero no le hacen caso.
Un guardia nos trae el almuerzo: arroz blanco, bistec y potaje de frijoles caritas. Panchito me dice:
—Tengo tremendas gana de fumar. Cuando pase un guardia le voy a pedir un cigarro.
No le dieron el cigarro.
Vienen por nosotros. Nos esposan. Esposan al muchacho. Todos los guardias están en el patio interior del cuartel. Nos montan en un auto. Alipio, con los ojos fijos y vidriosos, se dirige a uno de los guardias.
—Hazme un favor. Dile a la gente mía que yo voy a morir, pero que no tengo nada que ver con los rebeldes.
Es 8 de octubre. La máquina sale del cuartel del central Francisco a la una de la tarde. Es conducida por el cabo Eusebio Pérez, viajan también el teniente Alejo Pío y el sargento Luis Cervantes, todos con armas largas. Ellos van delante y los cuatro prisioneros vamos detrás. Está lloviendo copiosamente. Nos sigue un jeep con ocho casquitos. Vamos hacia Guáimaro de nuevo. Llegamos al pueblo y doblamos a la izquierda rumbo a Camagüey.
Nos preguntamos “¿A dónde vamos?”.Cogemos la carretera de Santa Cruz del Sur. El cabo sintoniza la radio. Se transmite el juego final de la 55 Serie Mundial de Grandes Ligas. Se enfrentan los Yanquees de Nueva York y los Bravos de Milwaukee 8. Los esbirros comentan las jugadas y nosotros nos unimos a las opiniones. Llegamos al camino del central Macareño. El terraplén está en muy mal estado. Hay pequeñas lagunas como consecuencia de las lluvias. La marcha se hace tensa.
El motor del auto se apaga con el agua. Medito: “si nos dan una oportunidad nos fugamos”.
—¿Ustedes quieren que los ayudemos a empujar? —le digo.
—Estaremos nosotros locos —responde el teniente.
Los casquitos que vienen en el jeep se bajan y empujan la máquina hasta que arranca. Dos, tres, cuatro veces se repite la operación. Nos conducen ahora al puesto de la Guardia Rural de Macareño.
Las manecillas del reloj indican las 9 de la noche. Nos bajan del carro y nos encierran en un calabozo pequeño. Se persona un sargento, el Jefe del Puesto de la Guardia Rural de Macareño. Escucho cuando el teniente le explica al jefe del puesto:
—Mire, sargento, a esta gente la envía el coronel para que los maten. Te ordena que vayas ahí donde ocurrió la emboscada y los mates, y que parezca que murieron en un encuentro entre el Ejército y los alzados que están en San Miguel.
—No, no. Tú estás equivocado, teniente. Además, todo eso ahí está lleno de rebeldes. Yo de noche no me meto por ahí Ya aquí, en mi territorio, ha habido muchos muertos. No quiero ni un muerto más. Si el coronel lo dice, usted es quien tiene que llevarlos a San Miguel y los mata.
—¡Oiga! Es una orden del coronel. Yo se los dejo aquí y usted se los lleva para allá y los mata.
—Usted es bobo, ¿cómo piensa que me voy a meter en territorio donde están los rebeldes? Usted le dice al coronel que en mi territorio no quiero más muertos. Así que se los retornas para allá.
—¿Qué se los lleve al coronel?
—Aquí no los quiero. Pero además, en mi territorio mando yo.
—Ah, está bien. Yo se los voy a llevar al coronel y le voy a informar que usted desobedeció la orden.
—Diga y haga lo que quiera. Pero aquí no quiero más muertos, porque a esa gente se la ha entregado el coronel y es usted quien los tiene que llevar a San Miguel y matarlos.
—Arriba, muchachos, saquen a esa gente y vámonos, que regresamos pa’ Camagüey.
Abren las rejas y nos sacan. Se monta con nosotros en un carro, un civil. Por dentro de la camisa porta una pistola. Tomamos el camino inverso.
Me pregunto, mientras el auto avanza por aquel depauperado camino: “¿Nos irán a fusilar en el mismo terraplén? ¿Iremos de nuevo para Camagüey? ¿Nos matarán en medio de la carretera? ¿Cómo será esto? ¿Qué nos irá a pasar? ¡Vamos a ver si esta gente se decide y no nos matan! Tengo la esperanza de que podremos sobrevivir. Si estos guardias estuvieran decididos a matarnos ya hace rato que fuéramos cadáveres”.

Fusilamiento

Son alrededor de las once y cinco de la noche. Hoy es miércoles 8 de octubre de 1958. Nos aproximamos al camino de Curajaya. Panchito se ha quedado dormido como consecuencia de los terribles días transcurridos. El teniente le dice en voz baja al chofer.
—Ahora, en el primer camino, en el primer callejón, desvíate a la izquierda.
El cabo Eusebio Pérez, que viene conduciendo el auto, disminuye la velocidad. Vengo detrás del chofer y escucho la orden. Pienso: “aquí mismo es la cosa”.
El auto toma a la izquierda y detrás viene el jeep. A unos 300 metros se detiene.
—¡Bájense, rápido!
Los cuatro prisioneros estamos en el auto esposados, mano con mano. Alipio va esposado con Rolando Plaza y yo, con Panchito. El teniente insiste en que nos desmontemos. Voy al último recurso. Le digo a los guardias:
—Es que el herido así, como está, no puede caminar.
El oficial que viste de civil y usa una gorrita deportiva me responde:
—Ayúdense ustedes mismos, si en definitiva van a caminar muy poco. En un bote que hay allí se van a montar. Es un pedacito nada más lo que van a caminar...
—Pero...
—¡Arriba! ¡Arriba, denle para allá! Al paso que llevan, para llegar al bote les va a costar trabajo.
Transcurren unos segundos. Escucho una voz:
—¡Caminen que esto hay que acabarlo pronto!
Realmente mi tío apenas no puede caminar. Se sujeta de mí.
—¡Tú tienes miedo, sobrino!
—No, qué va. ¿Cómo vas a pensar que tengo miedo? Recuerda lo que dice el refrán: “si llega tu día, muere como mueren los hombres”.
—Yo tampoco tengo miedo, sobrino.
No le puedo decir la verdad al tío, pero realmente sí tengo miedo, pero por consideración no puedo demostrarle que me estoy muriendo de miedo.
Nos forman a los cuatro. Yo estoy con Panchito a la derecha y ellos dos a la izquierda. Los soldados vienen detrás de nosotros. Caminamos despacio. Alipio Carrillo habla con el sargento, próximo a él:
—Lo que usted va a cometer es un crimen. Pero bueno, yo tengo información de muchas cosas que a usted le pueden interesar...
Mi tío y yo reaccionamos inmediatamente.
—No hables viejo, si ya te van a matar de todas maneras. ¡Cállate la boca!
El muchacho no hace caso...
—Mira, yo sé que en la casa de (...) se reúne...
No pude escuchar el nombre de la persona a que Alipio hace referencia.
—Todo eso lo sé ya. A ver, ¿qué más tú sabes?—grita el sargento.
Le repetimos:
—Muchacho, cállate la boca. De todas formas te van a matar.
—Sargento, mira, yo sé también...
—¡Está bueno ya, carajo!
Palanquean los fusiles. El muchacho trata de correr hacia donde está el sargento.
—Sargento... Sargento...
No puedo precisar lo que dijo Alipio. En el instante que el muchacho hala para correr hacia el sargento, Rolando Plaza, que está esposado a él, queda de perfil hacia los guardias. Suena la primera descarga. Caemos al suelo. Ni una sola bala me da. Los guardias cargan de nuevo los fusiles. Cada peine tiene cinco balas. En el suelo nos siguen tirando. Siento como dos balas me queman la piel. Un tiro me da a sedal detrás de la oreja. Otro me roza la pierna derecha, muy cerca de los testículos y un proyectil me da a sedal detrás de la oreja. Siento como los plomos desprenden la tierra entre mis piernas. Me quedo inmóvil. Un disparo alcanza a Francisco.
La bala le penetra en la cabeza y su cuerpo brinca en la fría y húmeda noche. Estoy lleno de sangre y no precisamente de la mía sino de mi tío. Aún Alipio se queja moribundo aferrado a la vida:
—Sargento... Sargento usted sabe que soy inocente.
Alipio comienza a emitir un sonido imperceptible hasta que finalmente muere.
Los guardias nos viran a los cuatro prisioneros boca arriba y empiezan a revisarnos para darnos el tiro de gracia a los que estamos moribundos. Siento la sangre caliente que me corre por el cuello. La bala se me aloja en el pómulo izquierdo. Tengo calambres.
Un soldado trata de quitarme las esposas a mí y a Francisco. Yo soy el último pero la esposa no abre. Es nueva. Se traba. El guardia me hala el brazo para la izquierda y la derecha. Estoy inmóvil. Me hago el muerto. Por fin abre la esposa. Pero el hombre se da cuenta de que respiro y dice:
—Teniente, me parece que éste aún está medio vivo.
—Denle el tiro de gracia a todo el mundo.
El militar procede a cumplir la orden. De allá para acá vuelvo a ser el último. Siento a alguien a mi lado. Escucho que palanquea la pistola. Siento el cañón del arma aún caliente que me lo pega encima de la oreja. Inmediatamente un disparo y el golpe. Pasan unos minutos. No puedo descifrar el tiempo, pero debe ser un lapso insignificante. Vuelvo en mí. Los guardias están ahí todavía.
—Oye, el muchacho tiene una camisa nueva. Vamos a quitársela.
Halan a Alipio. Le quitan la camisa. Le dan patadas a los cuerpos para asegurar que estén muertos. Me muerdo la lengua. Siento el golpe fuerte de la bota. Se me va el aire y emito un sonido. Escucho al guardia.
—Oye teniente, éste está medio vivo todavía.
Un soldado palanquea el fusil. El teniente lo aguanta.
—Esta bueno ya. Ni un tiro más. Es suficiente. Vámonos pa’l carajo.
El guardia saca la bala del directo y escucho que se retira de mí. Yo quedo boca arriba con el tiro en la cabeza. Miro las luces de los dos carros. Viran en U en el terraplén y se alejan.
Alguien se para de entre los muertos. Choca con la cerca y cae al suelo. Sin moverme de la posición en que estoy. Le grito bajito:
—Oye, espera que los guardias lleguen a la carretera.
El hombre se incorpora y choca otra vez con la cerca. Cae a la tierra húmeda. “Es Rolando Plaza, el chofer.” Se recupera y logra pasar entre los alambres. Se mete en un cañaveral [9].
Me levanto. Salgo caminando. Camino sin rumbo. Subo a la carretera. Toco con las manos el asfalto. “Por la carretera no puedo caminar porque me pueden descubrir.” Retrocedo. Me siento al lado de los dos cadáveres. “¿Qué haré? Si me quedo aquí me van a matar”. Camino otra vez. “Por este callejón no puedo seguir, tengo que virar.” Retorno hasta el lugar donde están los cadáveres de sus compañeros.
Reviso a mi tío. Trato de levantar el cadáver. Le pongo las manos en la cabeza y los dedos se hunden entre los sesos. Tiene el cráneo destrozado. Una bala le había atravesado el pecho. Halo al muchacho y lo pongo a la orilla de Panchito. Le quito el cinto a mi tío. “Para un recuerdo”. Saludo militarmente a los dos. Paso la cerca entre los alambres.
Escucho un caballo. Trato de agarrarlo. El olor a sangre espanta al animal. No tengo otra alternativa que seguir caminando rumbo al norte. Caigo en algo que me moja. “¿Un charco de agua? ¡Coño, estoy dentro del agua!” Salgo del agua. Camino un poquito. Vuelvo al suelo. Me quedo de rodillas. Me siento sobre la hierba.
Medito: “Concho, a mí me fusilaron. Me dieron un tiro en la cabeza. Debo tener un hueco grande. No tengo valor de tocarme del otro lado de la cabeza para no sentir el boquete que deja el proyectil cuando sale de la carne. ¡Qué carajo!” Me paso la mano por la cabeza. Siento un pegote de sangre. “Me han pasado la cabeza de lado a lado. Además, estoy muerto. Pero bueno, si estoy muerto no puedo romper nada; a las cosas materiales no les puede hacer nada si uno es cadáver, pero si estoy vivo sí. Déjame partir un palito”. Busco a tientas. Lo tengo. Lo llevo a los dientes. “¡Se rompe! ¡Estoy vivo! ¡No me mataron!” Tengo que orientarme. “¿Para dónde voy? ¿Dónde estoy? ¿Cómo me oriento? ¡Ah, ya sé! Me oriento por las estrellas, los puntos cardinales. La Rastra [10] indica el norte. Voy para Santa Lucía. Voy a caminar ¿Y esas luces? ¿Un batey? Hay una casa muy bonita. Esa debe ser del mayoral o del dueño de la finca. De todas formas, pediré ayuda. Pero si sale el mayoral o el dueño me va a entregar a los guardias. Mejor llamo a los haitianos que viven en el batey.”
Llego a un bohío. Llamo:
—Por favor, necesito ayuda. Estoy gravemente herido.
No sale nadie. Por fin escucho una voz.
—Ahí afuera hay un caballo que es mío. ¡Cójalo y lléveselo!
Trato de agarrar el caballo, pero esta suelto. Me pasa lo mismo que con el otro. La sangre espanta a la bestia. Hago un lazo con el cinto de mí tío. Logro aguantar al caballo. Trato de montar, pero no puedo. Camino de un lado para otro. Llego a una cerca. Camino agarrado a los alambres de la cerca. Me caigo. Desde el suelo no veo casi nada, pero observo una luz pequeña. Me levanto y trato de llegar a la luz. “¿Será una casa? Sí, es un ranchito de guano”. Estoy tendido en el suelo. No tengo fuerzas para levantarme. Camino gateando y agarrado a la cerca.
Me aproximo a la luz. No puedo arrastrarme más. Me siento muy mal. Veo un bulto. Sale de la casa y camina hacia mí. Es un hombre desnudo. Se detiene. “¿Qué hace? ¿Me va a orinar?”
—Oiga, cuidado, estoy herido.
El hombre da un brinco y se echa a correr.
—Oiga, no corra, coño. Estoy herido. No tenga miedo. Ven acá.
El hombre, un poco cauteloso, regresa.
—Oiga, por favor, ayúdame que estoy herido.
Me hala por debajo de la cerca. Me lleva hasta la casa. Tengo temblores. Un frío tremendo.
—Mire, a mí me hace falta que usted me dé algo caliente. Me estoy muriendo del frío. Hágame un poco de café.
—Es que yo no tengo nada en la casa.
—¿Usted no tiene ahí con qué calentar agua?
—Para calentar agua, sí.
—Bueno, caliente agua y démela.
“Las condiciones de vida de este muchacho son deplorables. Vive con su mujer. Él duerme en una hamaca de saco y la esposa en otra. Una pareja de jóvenes. Deben tener unos 25 años de edad”. Me acuestan en una de las hamacas. La mujer enciende el fogón y calienta agua. Me la dan. El muchacho me observa vestido con el uniforme de la guardia rural. Está nervioso.
—Usted no se puede quedar aquí. Usted aquí no puede amanecer —me dice el muchacho.
—Pero es que yo no puedo caminar casi.
—Sí, pero usted aquí no puede amanecer. ¡Qué va! Yo vivo aquí mismo en la orilla de la cuneta. Si se me muere en la casa qué me hago yo después.
—¿Entonces dónde estamos?
—En la orilla de la carretera de Santa Cruz del Sur.
—Yo creía que estaba en medio de un monte.
—No, qué va. Usted está en la orilla de la carretera de Santa Cruz.
Me levanto de la hamaca. El muchacho me ayuda. Me paro en la puerta. Veo la carretera y del otro lado hay un rancho.
—¿Quién vive ahí?
—Ahí vive un negro.
—Pero, ¿qué tipo de negro? ¿En qué trabaja? ¿Qué es lo que hace?
—Es tractorista allá en el central.
—¿Cuántos hijos tiene?
—Tiene como cuatro o cinco hijos.
—Bueno, llévame para allá.
“Ese debe ser un negro muerto de hambre. Este mismo es el hombre que me va a apoyar.”
—Ayúdeme a pasar la carretera.
El muchacho pasa la carretera conmigo. Me deja recostado a la ventana del fogón de la casa del negro.
—Oye, Terry, aquí te busca un guardia lleno de sangre que pregunta por ti.
El muchacho se va corriendo.

[9] Rolando Plaza Zayas, ex chofer de Obras Públicas de Florida, recibió seis balazos en el fusilamiento : dos en el estómago, uno en el hombro derecho y tres en las piernas. El tiro de gracia se lo dio Luis Cervantes, en el pómulo derecho.

[10] Se Refiere a la Estrella Polar, visible desde el hemisferio norte y la más cercana al punto del eje que se dirige a la Tierra. Está situada a unos 300 años luz de nuestro planeta. Es fácil localizarla en el cielo porque la señalan dos estrellas identificables de la constelación Osa Mayor o Carro Mayor, integrada por las siete estrellas más brillantes de la constelación, dos de ellas indican directamente a la Estrella Polar. Se localiza primero la Osa Mayor
.

Terry

Percibo una luz tenue de una chismosa en el interior del rancho. Están levantados. Escucho una voz que viene de dentro del bohío.
—¿Qué desea? ¿Qué le pasa mi hijo?
—Tengo necesidad de que me ayuden. Estoy herido. Soy un rebelde. Los guardias me fusilaron en el callejón de Curajaya.
—¿Cómo?
El negro abre la ventana. Sujeta en la mano una chismosa. Estoy lleno de sangre y vestido de guardia.
—No, no tienes problemas. Yo lo voy a llevar pa’ La Jagua, donde está la gente suya que tiene una emboscada puesta a los rebeldes, con una 30. Allí lo van a atender.
—¿Cómo la gente mía? ¡Con una 30! No, no, no. No puede ser.
—Sí, la gente suya. ¿Usted no es guardia?
—No, yo no soy guardia. ¿Qué voy a ser guardia? Ya no le dije que a mí me fusilaron con otra gente ahí. Mira como yo estoy. ¿Cómo me va a decir que soy guardia?
—¿Y cómo está vestido de guardia?
Estoy vestido de guardia. Como se me había inflamado la cara y en el bolsillo del uniforme había un pañuelo, me lo amarré al cuello para aliviar el dolor. Es un pañuelo rojo, como los usados por los masferreristas para distinguirse de los regulares.
Terry insiste:
—Pero usted es de la gente de Masferrer. Usted es masferrerista [11].
—Qué masferrerista.
—Sí, mire el pañuelo que usan los guardias de Masferrer. El pañuelo colorado.
—Qué pañuelo colorado. Yo no sé de qué color es el pañuelo éste.
Discuto con el negro. Y él no me dejaba hablar. Y le digo:
—Si usted no me va a ayudar, me voy.
Me alejo del rancho. Escucho su voz a mis espaldas.
—Venga acá. Venga acá. Dime la contraseña de la columna.
Le doy la contraseña. El hombre me dice:
—Oiga, yo soy del 26. Venga pa’ acá compadre. Me llaman Luciano Terry Vives.
Me sujeta. Entramos al rancho.
—¡Quítese la ropa esa, compadre!
Me ayuda a quitar aquel traje de guardia. Me entrega una muda de ropa. Me queda a media pierna. Terry es bajito. Levanta a uno de sus hijos de la cama y me acuesta.
—Usted no tiene na’. Usted lo que tiene es hambre. ¡Oiga, mujer, prepare arroz con bacalao!
Luciano Terry se dirige a mí:
—Usted, espéreme aquí que yo vengo pa’ acá ahora. Voy a buscar un médico.
—No busque médico ni a nadie porque si usted trae un médico aquí, entonces sí que estoy muerto. Yo lo que necesito es un poco de sulfa, de penicilina. Ya con eso resuelvo porque me quita la posible infección.
—Yo tengo que salir. Confíe en mí.
“De todas formas yo estoy liquidado. No tengo otra opción”.



Los rayos del sol se reflejan en el bohío. Es de mañana. Desde el cuarto, escucho sorprendido lo que un hombre le dice a Terry.
—Óigame, Terry, dicen que aparecieron unos muertos en el camino de Curajaya y también dicen que dos de los muertos no aparecieron. Los guardias creen que no murieron na’y que andan por estos alrededores.
—Sí, hoy los guardias regresaron pa’ ver si los muertos estaban en el mismo lugar donde los habían dejao’ anoche y dicen eso mismo: que faltaban dos. Ya usted sabe, paisano, andan como locos buscando por to’ esto de por aquí.
—Sí, sí. De todo eso se comenta en el batey.
—Bueno, compadre Ciriaco Herrera, si usted encontrara a uno de esos hombres, ¿qué haría?
—¡Oiga compadre, no me pregunte eso! Lo recojo y lo ayudo.
—¿Seguro?
—Seguro que lo recojo y lo curo.
—¡Ah, bueno! Venga pa’ acá.
Los dos hombres penetran en el cuarto. Cuando el otro me ve pone los ojos grandes.
—¡Pero, compadre! ¿Usted tiene al hombre ese aquí?
—Aquí mismo lo tengo. ¡Me tienes que ayudar!
—Vamos a buscar un médico.
—No, ustedes no deben buscar un médico. Eso sería muy peligroso. Van a sospechar. Me van a matar a mí y a ustedes. Lo que hace falta es penicilina en polvo, penicilina inyectable y sulfa. La sulfa para echarme en la herida y la penicilina para evitar la infección.
Convenzo a los dos hombres. El compadre sale a localizar los medicamentos. Terry se queda conmigo. Uno de los hijos del negro viene corriendo.
—¡Papá! ¡Papá! Por ahí vienen los guardias y están registrando las casas.
Pero el negro Terry busca una alternativa. Me ayuda a levantar de la cama y me lleva hasta la parte trasera de la cocina, donde hay una tierra arada. Saca a los muchachos y les indica:
—Ustedes, váyanse pa’ lla’ pa’ la carretera y pónganse a jugar pelota. Si ustedes ven que los guardias se bajan, salgan corriendo pa’ ca’ pal rancho. ¡Vamos, rápido, a jugar pelota pa’ la carrera.
Esa es la señal.
El vehículo viene muy despacio. Los casquitos miran para ambos lados de la carretera. Paran y registran las casas.
Luciano Terry y toda aquella gente están en una situación peligrosa para sus vidas. “¡Esos cabrones nos van a matar a todos!.” Miro ansioso a lado y lado, esquivando el miedo y la proximidad de la muerte.
Los soldados continúan registrando la ranchería en mi busca y en busca de Rolando Plaza. Los guardias están cerca del rancho de Luciano Terry. Observan a los muchachos jugando.
“Si, los guardias vienen, me van a matar aquí mismo en la tierra arada”. El jeep se aproxima despacio. Las manos me sudan. El resto de mi cuerpo suda también copiosamente. El sudor penetra en las heridas. Siento ardor en la piel rasgada. Por fin el jeep pasa. No sospechan.
Poco después el compadre viene sudoroso y asustado, pero trae en sus manos las medicinas solicitadas. Me inyectan y echan sulfa en las heridas.
Me sirven comida, pero no tengo deseos de ingerir alimentos.
—A este hombre hay que sacarlo urgente de aquí. Esto es muy peligroso. Hay que trasladarlo pa’ otra casa.
Es de noche, los compañeros del Movimiento 26 de Julio deciden llevarme para la vivienda de Felipe Guerra. Se dice que es un concejal de Batista que colabora con los revolucionarios. Los campesinos de la zona me dejan en un cayito de marabú. Hay mucho fango. Los puercos escarbando aquí han revuelto la tierra. El escondite está pegado a la casa de Felipe. “¡Coño! En cualquier momento me van a ver. A esa casa entra y sale mucha gente”. Por fin aparece alguien que me ayuda.
—Óigame, de aquí ustedes me tienen que sacar. Aquí no puedo seguir porque está entrando mucha gente.
—Sí, es verdad. Esta noche vamos a ver si te sacamos. Después te traigo la respuesta.
“El hombre se demora. No llega ¿Qué pasará? Al fin viene.”
—¡Hombre, me tenias impaciente ya! ¿Qué respuesta me tienes?
—Hablamos con Angel Núñez, un campesino que tiene una finca en Arroyo Blanco. Esta noche te vamos a llevar pa’ allá.
La gente continúa saliendo y entrando a la casa de Felipe. En ese trajín se va la tarde. La impaciencia aumenta. Al oscurecer me montan a la zanca en un caballo. Atravesamos potreros. Se pican cercas y salimos a la finca de Angel Núñez. El hombre, montado en un caballo, me espera en el sitio convenido. Me cambio de bestia. Los que me trajeron regresan y continúo con el campesino.
Me lleva para un campo de caña ubicado a prudencial distancia de su casa. Me preparan un poco de paja en el suelo. Tienden unos sacos. Amarran los cogollos por arriba para evitar que los aviones de reconocimientos me localicen.
Veía pasar las avionetas, a veces para el sur, a veces para el norte. O de este a oeste y viceversa. Me inyectan. Me limpian las heridas. Me preparan caldos de pollo. Les pido que me visiten una sola vez al día para evitar sospechas. Comienzo a reanimarme. Pasan los días lentamente. Primero la mañana, después la tarde y por último la noche. Transcurren quince largos días, quince días de meditaciones. Una tarde le digo al campesino:
—Mire, hace falta que a través del Movimiento 26 de Julio traten de hacer contacto con Panchito Peña que está por esta zona. No sé por dónde, pero los rebeldes deben estar por el Francisco.
—No se preocupe, nosotros vamos a ocupar de contactar con los rebeldes.
Los campesinos localizan a Peña. Coordinan con él. Por fin Felipe me dice:
—Te vamos a llevar para donde está tu gente.
Me monto con Felipe en su jeep y partimos rumbo al sur. El vehículo transita por un polvoriento terraplén. La tierra blanca se me aloja en los cabellos. Me lleva para una tienda ubicada en Los Macutos, al norte del batey del central Macareño. Felipe me entrega un cuchillo.
El médico llega a la bodega para atenderme. Me revisa la herida. Observa el lugar donde está alojada la bala.
—Mire, si lo opera aquí, en el monte, puede perder la vista de ese ojo. Esa es una decisión de usted.
—Bueno, médico, ¿y si no me opero, qué pasa? ¿No me muero?
—No. No te mueres. Pero sí tendrás dolores de cabeza.
— Bueno, pues, no me voy a arriesgar a perder un ojo. Como dice el refrán: Más vale dolor de brazo que no de corazón. Si no hay problemas, me operaré en el momento que existan las condiciones [12].
Mientras converso con el médico llega un camión que transporta guardias. Los casquitos se bajan. El bodeguero me esconde en la trastienda y me dice:
—¡Vamos pa’ la trastienda! Aquí no puede quedarse
—¡Apúrense! —dice el médico.
—Ni te preocupes. Tú verás como entretengo a esos cabrones.
El bodeguero brinda a los guardias galletas y dulce de guayaba. Deposita encima del mostrador dos botellas de ron. Los guardias miran hacia el fondo de la bodega. Los inoportunos visitantes piden cigarros y fósforos. Fuman, comen y beben gratuitamente. Montan en el camión y se marchan. Los vehículos dejan, a su paso, una nube de polvo blanco.
Entonces, Felipe arranca el jeep y también se aleja, pero en sentido contrario a los guardias.
Ahora viene una espera intensa, como mi mayor enfermedad, aún más grave que el plomo este que desde aquel trágico 8 de octubre transporto y transportaré por mucho tiempo en mi cabeza o por lo menos hasta que termine esta guerra. Hasta que pueda salir del monte.

[11] Rolando Masferrer. Ocupó el puesto de senador. Organizó un ejercito paramilitar de asesinos que operaba por todo el país.

[12] A principios de marzo de 1959, René Vallina Mendoza se operó en el Hospital Civil de Camagüey, donde le extrajeron el plomo del tiro de gracia, que estaba alojado junto al oído izquierdo, casi a flor de piel.

Reencuentro

Un enlace del 26 de Julio me comunica que debo partir urgente. Me recoge en un caballo y me lleva al campamento de Roberto Cruz Zamora.
El día 23 de octubre, un poco más de la seis de la tarde, nos reciben los combatientes. Se sorprenden. Todos me dan por muerto. Aunque estoy aquí, nadie lo quiere creer.
Roberto Cruz me hala por los brazos:
—¡Qué va! ¡No puede ser que estés vivo! ¡No es posible! ¡Cómo es eso! ¡Eres un muerto vivo!
Todos están anonadados, pero a la vez contentos al encontrarme vivo. Vivo, aunque muy mal físicamente.
Roberto Cruz ordena que me trasladen urgentemente hasta La Faldiguera del Diablo, donde también está Fellín herido, acompañado por Bruno Zamora Rodríguez y un enfermero, el matancero.
Veo a Fellín. Nos saludamos.
—¡Y tú vivo! Te dábamos por muerto.
—Y tú también. Eras un cadáver.
Nos abrazamos. Nos quedamos en el campamento. Ambos estábamos muy delicados de salud.
La columna 13 Ignacio Agramonte, comandada por Víctor Mora Pérez, arriba a Laguna Baja. Es 14 de noviembre. Manda por nosotros, por Fellín y por mí. Le explicamos la situación de la emboscada de Pino 3.
—Yo traigo órdenes precisas de Fidel Castro de celebrarle un consejo de guerra a Jaime Vega. Ustedes se quedan aquí. Yo voy a mandar a buscar a Jaime. Tendrán que participar como testigos.
Orlando Orozco Noriega parte en busca de Jaime Vega para comunicarle la orden; llega al campamento días después. Él y Víctor tienen una discusión muy acalorada por el incumplimiento de la orden dada a Jaime. Por fin Orozco convence al Jefe de la columna 13 para desarrollar el juicio a Jaime Vega, en Sierra de Cubitas [13].
Transcurren unos días. Víctor Mora Pérez conversa con Fellín y conmigo.
—¿Cuál de ustedes dos es el más viejo en la guerrilla?
—Fellín es el más viejo.
—Pues a usted, Fellín, lo asciendo a teniente. Vallina será tu segundo al mando. Organicen una tropa móvil y operen donde crean prudente. Tienen que adoptar las precauciones.
Movilizamos las milicias campesinas. Víctor Mora Pérez envía un refuerzo de dos escuadras y comenzamos a operar en la zona de Hatuey, Cuatro Caminos...
Ubicamos una emboscada en la carretera del central Hatuey. Se aproxima un jeep. Disparamos. El fuego nuestro es intenso. Los guardias no tienen tiempo casi de reaccionar. Un soldado muere y los otros tres quedan heridos. Los curan. Los dejamos libres. El Ejército está detrás del pelotón.
Recibimos información de que un jeep del Servicio de Inteligencia Militar pasaría por nuestras posiciones. Para circular de noche por territorio rebelde, los carros deben entrar con las luces interiores encendidas. Preparamos la emboscada. A los lejos se observan las luces delanteras de un carro. Lo tenemos en la mirilla. Disparamos. Se escuchan gritos de niños en el interior del vehículo.
Suspendemos el tiroteo. Un error. Se trata de un compañero que venía a incorporarse a la Comandancia. Muere.
Después de la amarga experiencia nos ordenan reagruparnos y marchar hacia la finca de Monte Verde. Recibimos instrucciones de Víctor Mora Pérez. Fellín asume la dirección de un pelotón y yo el de otro.
Me dan la misión de preparar una emboscada en el terraplén de Cuatro Caminos. Debemos impedir el avance de una columna de casquitos destinada a reforzar el poblado de Elia. Ubico una mina antitanque. Cavamos las trincheras. Nos sorprende el 31 de diciembre de 1958. Un jeep se aproxima. Los ocupantes del vehículo comunican a viva voz:
—¡El general Fulgencio Batista se marchó del país! ¡Batista se fue...
—No puede ser. Hay que verificar la información.
Envío a mi segundo al mando que monte en el mismo jeep y compruebe la información. Efectivamente, Batista ha huido.
Recibimos instrucciones de Víctor Mora Pérez: “Hay que ocupar la Carretera Central”. Detenemos a un automóvil del ejercito cargado de varios oficiales y guardias. Desarmamos a los casquitos sin disparar un solo tiro.
Continuamos avanzando hasta el cuartel Monteagudo. Lo ocupamos.
Nos llegan noticias de que en la ciudad de Camagüey, los policías de la estación de Avellaneda resisten. Recibo órdenes precisas de tomar la estación. El pelotón aborda un camión. Llegamos a la capital de la provincia.
El pelotón ocupa posiciones en los alrededores de la estación de policía. Estoy al frente del grupo de hombres armados con rudimentarias escopetas.
Pactamos una entrevista con el capitán que está al frente de la unidad. Porto una ametralladora. Los dos rebeldes que me acompañan están bien pertrechados. El oficial se sorprende por nuestro armamento. Me invita a pasar a la oficina. Hablo con el capitán. De forma disimulada se cubre con un pañuelo la nariz. No nos damos cuenta del porqué de aquel gesto del oficial. Pero enseguida comprendimos y nos miramos maliciosamente. El olor a sudor y a monte que desprenden nuestros cuerpos invade la habitación.
—Tenemos toda la ciudad tomada. La estación está rodeada. Cualquier resistencia de ustedes es inútil. Además, el general abandonó el país. ¿A quién defienden ustedes?
—La estación no se va a rendir. Pueden retirarse. Aquí nadie se rinde.
—¿Usted sabe lo que está diciendo? ¿Usted va a arriesgar la vida de sus hombres? Cualquier intento de resistencia es inútil.
—Ya yo le dije a usted que no vamos a entregar las armas. No vamos a rendirnos.
—De todas formas nosotros vamos a tomar la estación. Cualquier baño de sangre será su responsabilidad. Como usted se habrá dado cuenta, traemos buen armamento. Les aconsejo que se entreguen.
El capitán se queda pensativo unos segundos. Recapacita.
—Está bien. Vamos a entregar la estación.
—Ordene formar a todos los policías y que entreguen sus armamentos.
Uno por uno, los guardias depositan los fusiles. Cuando todo el armamento está en nuestro poder, le pido al capitán que forme a los hombres en el patio interior.
—Usted quédese aquí con los oficiales.
Le ordeno a los dos rebeldes que me acompañan que indique al pelotón que avance y entre a la estación. Pronto están en el interior del local.
—¡Arriba! ¡Arriba! ¡Recojan todos esos fusiles y armándose! ¡Las cananas y todo!
Un oficial de la policía al observar cómo aquellos hombres casi desarmados han entrado a la estación, reprocha muy molesto a su superior.
—Capitán, ¿y con la mierda de armas que esa gente trae, nosotros nos entregamos?
Me adelanto en responder.
—Sí compadre, pero con esta mierda que usted dice lo derrotamos y ya se jodieron. No hay marcha atrás. Ahora nosotros tenemos los hierros de ustedes.
A partir de este instante asumo, en la ciudad de Camagüey, la jefatura de la Policía.

[13] El juicio a Jaime Vega (traidor) no se realizó como estaba previsto, limitándose a un simple análisis que se celebró en el campamento de San Ramón de la Macagua el día 16 de noviembre de 1958, en el que participaron los capitanes Roberto León, José Legón (traidor), Orlando Orozco(traidor) y Jaime Vega. A la reunión no tuvo acceso el resto de los oficiales y combatientes que se encontraban en el campamento y que habían estado en la emboscada de Pino 3. Los allí reunidos acordaron degradar a soldado y desarmar a Jaime.

El juicio

En la ciudad observo movimiento de milicianos y combatientes del Ejército Rebelde. Algunos automóviles pasan raudos por la calle Avellaneda. Una vía muy transitada durante todo el día. Los trenes de pasajeros y de carga interrumpen el cruce de los vehículos. Tocan en mi despacho.
—¡Adelante!
Tengo frente a mí a un combatiente que me saluda militarmente.
—Traigo un mensaje de la jefatura para usted.
Recibo el documento. “Preséntese urgente en la Comandancia. Saludos: Víctor Mora”.
“De qué se tratará. Qué estará pasando.”
Inmediatamente monto en el auto. Llegó al antiguo regimiento Agramonte y me dirijo directamente al despacho de Víctor Mora. “¿Para qué me habrá mandado a buscar?”
Llego a su despacho. Le explico al combatiente que me recibe que tengo concertada una entrevista con Víctor Mora.
—Lo buscan, comandante.
—Sí, sí. Que pase.
Me doy cuenta por el tono de su voz que sabe que se trata de mi persona. Nos saludamos.
—¿Cómo te las arreglas en la estación?
—Tratando de cumplir esta nueva responsabilidad, pero bueno, debes tener otras razones para enviar por mí, ¿verdad?
—Mire, Vallina. Le tengo una sorpresa ¿Usted recuerda al sargento que los fusiló?
—¡Cómo se me va a olvidar! Usted comprende, ¿verdad?
—Pues ese sargento está aquí. Muy tranquilo. Confiado en que usted no podrá hacer el cuento. Lo voy a mandar a buscar para que personalmente lo coja preso. Baje para allá, que lo voy a localizar por la amplificación.
En el regimiento Agramonte están concentrados todos los guardias de las diferentes capitanías. Se escucha el llamado por la amplificación local.
“Al sargento Luis Cervantes, de parte del comandante Víctor Mora que se persone en su despacho”.
El uniformado sale de entre los demás guardias. Estoy esperando en un lugar por donde el sargento tiene que pasar obligatoriamente. Está cerca. No nota mi presencia.
—¡Oiga, sargento, venga acá!
—Un momento, que me está llamando el comandante.
—No es el comandante el que lo busca. Soy yo el que lo estoy llamando. ¡Venga acá!
Se para frente a mí. Se pone en atención y saluda militarmente.
—¿Usted no me conoce?—le digo.
—¡No! Bueno, no sé. Usted está pelú... Con sombrero... Realmente no lo conozco o no me parece conocido. Es que uno tropieza con tanta gente cada día, que ahora no puedo afirmar si lo he visto en otra ocasión.
Le pongo la ametralladora en el estómago y le digo.
—¿Usted no se acuerda de los muertos de Curajaya? Yo estaba entre los fusilados.
El sargento da un brinco hacia atrás. Palidece.
—¡Los muertos de Curajaya! ¡Sí, pero no era yo solo!
—Yo sé que no eras tú solo...
—Por favor, no me dispare.
No tengas miedo, que nosotros no actuamos como ustedes. No somos asesinos. Estás preso. Ven conmigo.
Lo llevo para el calabozo.
—Entra ahí. En este mismo lugar nos trancaron a nosotros. Espera el juicio aquí.
Unos días después de aquel encuentro recibo la comunicación de que el cabo Eusebio Pérez se encuentra preso en la Comandancia. Decido visitarlo. Está en un calabozo pequeño junto a otros 30 guardias. Lo llamo por el nombre:
—¡Eusebio Pérez!
—¡Eh, aquí!
El cabo se me acerca riéndose. Me extiende la mano.
—Y ven acá, chico, ¿de qué te ríes? ¿Tú me conoces?
—¡No, pero bueno!
—¡Mire, Eusebio, yo soy uno de los muertos de Curajaya!
Los guardias se separan rápido del cabo. Se pegan a la pared. Eusebio se queda solo en el centro del calabozo. Petrificado por la sorpresa. Por el rostro de los guardias me percato que están pensando que los voy a matar a todos.
—No se preocupen. Yo no voy a matar a nadie aquí. Este va para juicio. Hasta luego.
Me marcho. Me orientan que no visitara al teniente Alejo Pío.
Llega el día del juicio. En la primera fila de la Sala de lo Penal están sentados los acusados. Un poco más allá, los familiares y amistades de los detenidos.
Rolando Plaza y yo nos sentamos detrás de los tres esbirros. El fiscal da a conocer los cargos. El juicio se desarrolla y los tres acusados tratan de justificar el asesinato de Curajaya. Alejo Pío afirma categóricamente:
—Desconozco de lo que me acusan. Imposible que yo haya participado en el crimen. Jamás he estado en Curajaya. Ustedes están equivocados.
El presidente del tribunal, Francisco Cabrera, se dirige al teniente.
—Acusado, ¿nunca se ha preguntado si quedaran vivos algunos de aquellos hombres? ¿Y si uno de los supuestos muertos lo acusara a usted del crimen, qué respondería?
Se observa una sonrisa burlona en el rostro del esbirro. En tono de triunfo responde:
—Nada, porque ningún muerto me puede acusar. Los muertos no hablan.
—Es verdad, usted tiene razón. Los muertos no hablan. Pero en este caso no se trata de una persona muerta, sino de una persona que estaba allí, en el lugar del crimen, y que ahora se encuentra aquí, precisamente muy cerca de usted. Observe. ¿Los ciudadanos que están detrás de usted están muertos?
Todos en la sala observan hacia el lugar que Francisco Cabrera señala con el dedo. Ante las miradas del público nos ponemos de pie. El teniente gira lentamente su cuerpo, aún con el asombro en sus ojos, hacia donde está Rolando Plaza [14] y hacia donde estoy yo. Por la expresión de su rostro me doy cuenta de la sorpresa. Acaba de ver a dos de los cuatro prisioneros ametrallados en el camino de Curajaya. Quedamos frente a frente. No es una alucinación. Es la realidad. Estamos aquí para atestiguar sobre aquel crimen. Un silencio total. El esbirro comienza a sudar. No se puede sostener. Se desploma. Todos en la sala se miran estupefactos.
El sargento y el cabo lo levantan del piso. Lo dejan de sujetar. El hombre se desploma nuevamente.
Luis Cervantes le grita a aquel que había sido el responsable directo y partícipe en el asesinato de aquella pálida noche del 8 de octubre de 1958:
—¡Teniente, pórtese como un hombre! Es verdad que nosotros cometimos esos crímenes y tenemos que responder por ellos. Pero tenemos que responder como hombres. ¡Pórtese como tal!
El sargento y el cabo sujetan al teniente que no puede sostenerse sobre sus propios pies.

[14] Rolando Plaza Zayas, con la ayuda de los campesinos logró escapar. Llegó a la casa de su hermano, en el entonces central Francisco, donde se recuperó de sus heridas. Después del triunfo de la Revolución murió heroicamente en un trágico accidente, como consecuencia de quemaduras, sufridas en el intento de sacar un camión pipa de combustible incendiado, en la comunidad de Sola, en 1978.

Acerca del autor

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Biobibliografía

Lázaro David Najarro Pujol (Santa Cruz del Sur, 1954) Licenciado en periodismo es autor de los libros de testimonio Emboscada (Editorial Ácana, 2000), Sueños y turbonadas, (Editorial Alaleph.com, 2007) y Nuevo periodismo radiofónico (Editorial Pablo de la Torriente Brau, 2007). Ha obtenido más de 30 premios y menciones en concursos periodísticos, literarios y festivales nacionales de la radio, entre ellos se incluyen el primer premio en Documental en el Festival Nacional de la Radio (1991), premio Sol de Cuba (1986), premio Primero de Mayo (1988), mención especial en el concurso literario 26 de Julio de las FAR (1999), el Gran Premio Nacional de la Radio (2000) y premio Extraordinario 25 Aniversario de la ANIR (2002). Labora en la emisora Radio Cadena Agramonte.