Este libro está dirigido fundamentalmente a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes. Es un homenaje también a los prisioneros asesinados en Curajaya. El agradecimiento a quienes, al riesgo de sus vidas, le dieron protección y abrigo a los heridos de la emboscada de Pino 3 y supervivientes de Curajaya. El agradecimiento a Arys Galdo Céspedes, por las sugerencias.

Presentimientos

Es media noche. La tropa espera la orden para montar en los camiones. Cobiellita esta tirado en el suelo, no puede resistir más. Había caminado desde San Miguel del Junco hasta Pino 4 por unos pantanales enormes. Me echo encima al muchacho y lo llevo hasta el camión. Se comenta el peligro de ir en los camiones por la posibilidad de caer en una emboscada. Dejo a Cobiellita encima de la cama del camión y me dice:
—Bueno, chico, ante la alternativa de caer en una emboscada, yo prefiero continuar en carro y no a pie, porque ya no puedo caminar. A mí, si me matan ahora voy a morir contento. Yo no doy más, pero tampoco me voy a quedar.
La gente del Movimiento 26 de Julio advierte una vez más a Jaime Vega [4].
—Capitán, nosotros hoy comprobamos que hay tropas enemigas emboscadas. Salir en ese rumbo que usted propone es muy peligroso. Debe sacar a la tropa de campo de caña en campo de caña y de monte en monte. No debe salir en carros.
Botello y Jaime discuten. El práctico le dice una vez más al Jefe de la tropa:
—Mire capitán, ¿usted ve allá, en la penumbra aquella? Pues bien, allá están las lomas de Najasa. Yo les garantizo llevarlos hasta las lomas. Ahí podemos estar el tiempo que haga falta o hasta que el ejército levante las emboscadas.
—No, qué va. Eso es mucha pérdida de tiempo. Yo tengo que llegar a Ciego. Voy a tomar el cuartel de Ciego de Ávila y a celebrar mi cumpleaños en una dulcería que está frente a mi farmacia. No podemos estar perdiendo el tiempo.
—“No siempre el camino más corto es el más rápido.”
—¿Qué? —pregunta Jaime, mirando sin mirar.
—No, nada, es un refrán de la sabiduría popular —dice uno de los mensajeros.
Hasta ese instante yo me desempeñaba como chofer de Jaime. Me abstuve a dar opiniones. En medio de aquella discrepancia reflexiono: “Jaime es un hombre valiente, que peleó en la guerra de Corea —aunque del lado de los americanos— pero es muy caprichoso y piensa que se las sabe todas. Está en un error. Tiene una personalidad muy contradictoria. Nos va a embarcar a todos”. Entonces le digo a Botello:
—Mire, Pepe, yo no le voy a manejar más a Jaime. Búsquese a otro. Yo me voy para mi camión con mi tío y mi primo.
—No René, pierda cuidado. No va a pasar nada.
—De todas formas, yo me voy con mi gente.
Pepe recoge las llaves y se las echa en el bolsillo del pantalón.
Unos minutos después de entregarle las llaves al capitán, los dos oficiales discuten acalorados.
—Ven acá, Pepe. ¿Tú no estarás apendejado? Si tu tienes miedo, regresa a la Sierra.
—Muy bien dice el refrán que evitar peligro no es cobardía. Usted es un comemierda. Yo tengo los cojones mejor puestos que usted. Si tiene cojones monte delante conmigo y vamos de guía. Yo voy a manejar el auto.
No discuten más. Botello deposita a su lado una ametralladora Thompson. Controla el timón. Es un chevrolet del 54, azul con techo color hueso. Delante también se sientan Jaime Vega y el guía; detrás están Roberto Cruz, Roberto León González y José López Legón. Los vehículos están con los motores en marcha cerca del bar-prostíbulo Cocosolo. Mientras la gente se acomoda en los camiones se producen algunos comentarios.
—Hay que estar a la viva y listo para, en cualquier situación, lanzarnos de los camiones.
Cada rebelde había recibido dos latas de leche condensada para la reserva. Francisco Mendoza bromea conmigo:
—Mire, sobrino, me voy a tomar las dos latas de leche condensada que me dieron para la reserva, porque para que se las tomen los guardias, me las tomo yo.
—No, chico, no va a pasar nada. No te las tomes, guarda las latas de leche porque después, te van a hacer falta.
—Qué va, no esperaré más.
Varios combatientes secundaron a Francisco. Alguien pregunta:
—¿Qué horas es?
—Las tres menos veinte —responde un combatiente.
El chevrolet, se pone en marcha. Detrás, los cuatro camiones. Avanzamos por el pésimo terraplén; a prudencial distancia va un carro del otro.
Es 27 de septiembre. Llegamos a Pino 3. la luna está clara. Parece de día. Cruzamos la vía férrea y un puente en mal estado e incómodo. Por debajo corre el agua procedente de un canal magistral. El primer camión se detiene... después, el segundo... el tercero... el cuarto. Quedan escasos metros entre camiones.
La mayoría de los combatientes de la columna presiente el peligro, yo también. Esperan las orientaciones del guía. En ese instante se escucha un disparo de fusil. Observo la llamarada muy cerca de mí. Un breve silencio. Una descarga cerrada de ametralladoras cayó sobre nuestros camiones.
—¡Panchito, a tierra, rápido! ¡Caímos en una emboscada!
Un jinete pasa por el lado izquierdo de los camiones y grita encima del caballo moro:
—¡Fuego a la lata! ¡Fuego a la lata!...
Escucho el silbido de las balas cuando pasan por encima de mí. Los guardias están emboscados a ocho metros de nosotros. Me rodea una capa de humo producido por la metralla. Unos 100 soldados están en posición de tendido a todo lo largo del camino.
El segundo camión quedó frente al fuego y los cristales del parabrisas saltaron al ser alcanzados por los proyectiles. Jacobo Cruz Espinosa [5] conduce ese carro. “¿Lo habrán matado?”
La ametralladora 30 —emplazada frente a los camiones y delante de una turbina, a la izquierda del terraplén— causa las primeras bajas. Los fusiles se enredan en las estacadas de los carros. Me arrastro por el terraplén. Las balas rebotan contra las camas de los camiones. Otros proyectiles pican frente a mí.
Me pego bien al suelo. No puedo moverme. Reacciono. Me percato de la posición de los guardias. Disparan con balas trazadoras que los ubican en la madrugada. Tengo la cuneta cerca y me dejo caer. Cargo el fusil. Llevo el dedo hacia el gatillo.
No puedo disparar. Entre nosotros y los guardias corren nuestros compañeros. Pienso al momento: “Concho, mucha de esta gente, incorporada en el trayecto hacia Camagüey, no asume las medidas de protección, como tirarse al suelo, meterse en una cuneta, dar vueltas en el terreno o parapetarse detrás de un camión”.
La metralla se intensifica. Se escuchan de manera permanente las explosiones de las granadas y el impacto de los proyectiles. A medida que el tiempo transcurre, la situación es más adversa para los rebeldes que aún no han podido retirarse. A mis espaldas, escucho la voz del primer teniente Ricardito Pérez Alemán. Está dando órdenes para que se ocupen posiciones, se rechace el fuego y se rescaten a los heridos. Su voz aguda, casi ronca, es inconfundible. De pronto no lo escucho más.
En medio del volumen de fuego de la emboscada, me llama mí tío Francisco. Está a mí derecha.
—¡ René, ayúdame! ¡Ayúdame!
—Échate para acá que estoy en la cuneta. Estoy en una buena posición.
—Es que no puedo casi ni arrastrarme. Estoy herido.
Panchito está a sólo tres metros de los guardias pero hay una hierba alta que le quita visibilidad a los casquitos [6]. “Tengo que llegar hasta él. Si lo dejo, lo matan. ¡Qué carajo!. Que nos maten a los dos. En definitiva, como dice el refrán: El féretro es hermano de la cuna”.
Me arrastro hasta llegar a él.
—¡Agárrate del cuello!
Ya lo tengo. Retrocedo y me dejo caer nuevamente a la cuneta del canal. Arrastro a mi tío. Trato de alejarme lo más posible del área del fuego. Salgo casi detrás de los guardias. Me paro. Levanto al tío. Me lo echo a la espalda. Corro por el lado de la caña rumbo a Pino 4. La pierna herida de Panchito se enreda con las cañas.
—Me estás acabando la pierna con la caña.
—Bueno, entonces vamos para el terraplén.
En el camino las balas nos pasan por encima de la cabeza. Los guardias disparan en esta línea. Un jinete se aproxima. Panchito sangra intensamente. Detengo al hombre.
—Necesitamos que nos facilites su caballo. El compañero está muy herido y no puede caminar.
—¡Qué va! ¡Yo lo siento por él, pero no puedo darles el caballo!
Apunto al jinete con el fusil.
—¡O me das el caballo o te mato aquí mismo!
“Este hombre lo que está es asustado”. Pero el jinete se baja de la bestia y ayuda a montar al herido. “Menos mal que se decide.”
Los tres continuamos por el terraplén rumbo a Pino 4. Panchito encima del caballo. El jinete y yo caminamos a ambos lados de la bestia. Observamos a un grupo de hombres en el batey, pero comprendemos que son rebeldes. Entre ellos, algunos heridos.

[4] Después del triunfo de la Revolución Jaime Vega fue detenido por realizar actividades contrarrevolucionarias. Fue sometido a juicio y condenado a diez años de presión. Posteriormente marcho a la República de Venezuela, donde residía su familia.

[5] Fue abatido en la emboscada de Pino 3.

[6] Casquito: Nombre con que popularmente eran conocidos los soldados de recién ingreso al ejército de la tiranía.

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Biobibliografía

Lázaro David Najarro Pujol (Santa Cruz del Sur, 1954) Licenciado en periodismo es autor de los libros de testimonio Emboscada (Editorial Ácana, 2000), Sueños y turbonadas, (Editorial Alaleph.com, 2007) y Nuevo periodismo radiofónico (Editorial Pablo de la Torriente Brau, 2007). Ha obtenido más de 30 premios y menciones en concursos periodísticos, literarios y festivales nacionales de la radio, entre ellos se incluyen el primer premio en Documental en el Festival Nacional de la Radio (1991), premio Sol de Cuba (1986), premio Primero de Mayo (1988), mención especial en el concurso literario 26 de Julio de las FAR (1999), el Gran Premio Nacional de la Radio (2000) y premio Extraordinario 25 Aniversario de la ANIR (2002). Labora en la emisora Radio Cadena Agramonte.